martes, diciembre 19, 2006

La puerta abierta (IV)



Pero resulta que a veces las paredes pueden ser al mismo un muro y un velo. Y eso lo sabía Enrique, cuya oreja masoquista y curiosa se aplastaba contra la pared de la habitación. Al otro lado estaba el cuarto de Elena, cuyos gemidos desesperados apenas se percibían, antojándose para su vecino como puñales exquisitos. Cada uno le dibujaba en su mente una Elena lasciva, en el apogeo de su esplendor, cabalgando con los ojos vacíos a un atractivo desconocido, papel que él interpretaba en su imaginación. Mientras intentaba captar más sonidos del otro lado del muro, Enrique se mordía el labio inferior, azotado por la rabia y la lujuria. Habría querido derribar el tabique para conocer la desnudez de la ladrona de su sensatez, poseída por el embrujo de sus instintos primarios, para después indagar en ella con su propia carne. No obstante, otro lado de él le arrancaba de aquella pared para impedir el creciente sufrimiento que incendiaba su ira. A pesar de todo, Enrique se aplanaba contra el muro, usando de cámara oculta su oído mientras la joven se deshacía en sudor, saliva y aliento.

Finalmente, los gemidos cesaron y la pared le mostró a Enrique una paz aparente. En el espacio de dos minutos, que al hombre le parecieron dos horas, no se oyó el más leve crujido. Después, dos murmullos, uno masculino y otro femenino, se enlazaron en una conversación pausada e indescifrable. No se trataba de una discusión, ni de un intercambio animado, a juzgar por el volumen de las voces y la naturalidad en ellas. Al cabo de unos diez minutos, aquellos murmullos se desplazaron fuera del cuarto, acompañados de unos pasos. Enrique salió de la habitación y fue hasta la puerta de la calle, guiado por los ruidos. Clavó el ojo en la mirilla y buscó el mejor ángulo visual para captar a Elena, vestida con un pijama rosado de tirantes y pantalón corto, junto a su amante, que la miraba compungido mientras le asía las caderas.
–…es lo mejor.
–…pero…
–…yo ahora no busco nada, Marcos, sólo divertirme…
–Pero no me conoces, podríamos darnos los móviles, quedar…
–Es mejor que no…
–…no sabes cómo soy… a lo mejor te sorprendo…
–…que seas un chico estupendo, pero ahora mismo…
–…no podrías…
–…más difícil, por favor…
–Como quieras.
Después de aquella conversación, que Enrique oyó velada, el joven rubio se fue sin mediar palabra, con la expresión intacta, mientras que Elena volvió hacia dentro. El fotógrafo fue a la cocina para conversar con su lógica y su demencia mientras cenaba. Sin embargo, el pesado bloque de cemento acomodado en su estómago le impidió digerir alimento alguno. Se dio cuenta de que la dureza de las palabras de la chica le había arañado a él también. Eran ínfimas las posibilidades de poseerla, y todas ellas eran espejismos que transmutarían en realidades efímeras. Y bien sabía él que una noche no sería suficiente, sino que le envenenaría la sed hasta acelerar su camino a la muerte de su cordura. Entonces la lógica gritó más que la demencia, y Enrique resolvió aquella discusión con la medicina de la distancia: no la buscaría nunca más y empezaría a buscarse otro lugar donde vivir.

Durante dos meses consiguió esquivar con éxito a su vecina, a pesar de que no fue tan afortunado con la búsqueda de una nueva vivienda. Sonreía agradecido cada vez que veía aquella puerta cerrada, o cuando salía o entraba de casa y no había rastro de su presencia. Con el paso de las semanas, Enrique notó que se desintoxicaba; estaba más centrado en el trabajo, a pesar de seguir siendo un androide inanimado. Recordaba a Elena como una anécdota más de su vida, una bella mujer que le había hecho tambalear el sentido común. Pero nada más. Hasta el día en que se cruzó su imagen de nuevo.

Fue de camino a la biblioteca del barrio, mientras buscaba el carnet de socio en la cartera. Y lo consiguió sacar, junto a aquella fotografía desde la cual aquella preciosa enfermera le sonreía mientras empujaba una silla de ruedas. Aquella sonrisa en papel zarandeó el pulso sedado de Enrique, junto con la viveza del recuerdo de aquella joven y el deseo urgente y malherido que sólo ella sabía provocarle. Elena en la entrada de su nuevo piso. Elena asustada en el portal. Elena sacando a pasear a un anciano. Elena devorando a su amante. Elena rechazando a su amante. Sin apenas hablar con ella, sentía conocerla como a su más íntima amiga. Y tuvo la certeza de que si esa misma noche no conocía el tacto de su piel, moriría. Así que deshizo el camino de la biblioteca hasta su casa, rebosante de valor y decidido a saltar cualquier obstáculo con el fin de hacerla suya. Incluso si aquel obstáculo era la oposición de la joven a sus peticiones sensuales.

Cuando llegó, la puerta estaba abierta.

Mun, the Mad Doll

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 License.

miércoles, noviembre 29, 2006

La puerta abierta (III)



Fue mientras él se dirigía al trabajo cuando la vio de nuevo y comprobó que ella no le reconocía. Enrique buscaba tranquilizantes para su conciencia en forma de excusas, mientras sus reflejos procuraban no despistarse del camino a la agencia. Y, a pesar de ello, quedaron obnubilados al detectar a Elena en el campo de visión. Enrique se anotó un tanto, al poder sacar nueva información de ella, que le proporcionaron la vestimenta y la compañía que traía.

La joven empujaba una silla de ruedas en la que reposaba un diminuto anciano con los ojos vacíos, la piel de pergamino y el cuerpo derrotado por la erosión de los años. A Enrique, su vecina se le antojó como un ángel, al verla ataviada con aquellos pantalones y blusa blancos, tan límpidos que parecía verse el alma debajo de la tela. Sin embargo, el bordado azulado en el pecho, con la insignia del hospital general de la ciudad, le reveló a Enrique una realidad mucho más terrenal.

Esta vez, más que la acentuación de su interés pasional por su vecina, Enrique sintió el temor de que ésta le reconociera y le catalogara como un loco. Sin embargo, cuando la tuvo a tres metros de distancia, no vio en sus ojos alarma ninguna, sino que éstos se deslizaron a través de él como si se tratara de un transeúnte cualquiera, o incluso de un elemento más de la calle. El hombre agradeció aquella falta de memoria de su diosa, aunque también lamentó ser un trozo más de aire para ella. Entonces recordó el día pasado y lo comparó con el que se le avecinaba: después de aquel encuentro fortuito, no la volvería a ver hasta la noche, y la posibilidad de cruzársela al volver a casa era tan frágil como su espíritu ante esa mujer.

No obstante, la lumbre del deseo del fotógrafo le encendió la imaginación con la audacia suficiente para encontrar un consuelo. Buscó dentro de su macuto la herramienta principal de su trabajo y apuntó con ella a Elena, que acababa de pasar por su lado. Agazapado en el medio de la acera, buscó el mejor encuadre y disparó, encerrando así la imagen de la muchacha en el carrete, mezclada entre modelos de belleza inalcanzable.

Ante la indiscreción del clic, Elena detuvo la silla de ruedas y se giró. Su expresión anonadada volvió a infundir el miedo en Enrique. Y entonces sucedió algo insólito.

Los labios de la joven se curvaron en forma de un arco adorable y se entreabrieron, permitiendo ver a su admirador una hilera de dientes parejos, sin falla alguna. El sentido de Enrique se vio golpeado por el florete de aquella sonrisa, que hizo para él una Elena aún más hermosa. Con la cámara entre las manos, sacó de nuevo otra foto, justo antes de que ella le dirigiera la palabra por primera vez.
–Supongo que es para el reportaje, ¿no?
La dulzura de aquella voz sólo era comparable con su rostro. Enrique lamentó que su cámara no tuviera grabadora de sonido. Y que su garganta, en aquel momento, no tuviera reproductor de sonido. Sólo un esfuerzo inconsciente le hizo asentir, en respuesta a la pregunta de la chica.
–Esta mañana he visto a tus compañeros por el patio y las habitaciones. Ya me dijeron que vería a alguno por la calle, aunque aquí no verás a muchas de nosotras. Pero hay algunas en el parque, donde llevamos a pasear a los ancianos a menudo. Bueno, yo sigo a lo mío. ¡Nos vemos luego!
La única reacción que tuvo Enrique fue la de llevarse la mano al pecho, aunque no sabía si fue para sujetarse el corazón o para comprobar que seguía vivo. Cuando pudo reponerse, guardó la cámara en el macuto y se dirigió a la agencia.

Nada más entrar, se dirigió a la sala de revelados, dispuesto a rescatar la imagen de su musa del carrete. Envuelto en luces rojizas y en una apacible soledad, Enrique esculpía en el papel mudo las muñecas de sonrisa fingida y actitud de plástico que llevaban escondidas. Dejó para lo último a su vecina, para poder aplicar toda su concentración y habilidad en la creación de la estampa que adoraría durante toda la jornada laboral. Hizo este revelado con sumo cuidado, como si realmente estuviera bañando el cuerpo de la joven. Aquella sola idea le despertó la sangre a llamaradas, y también la impaciencia por tener aquella fotografía lista.

Poco antes del desayuno, Enrique se encerró en el baño con la fotografía de Elena en el bolsillo. La sacó y se le cayeron los ojos en ella, orgulloso de haber podido retratar la belleza y la alegría de la joven mediante una confusión de ésta. Se preguntó si esa noche al volver a casa lo reconocería, y se respondió que si así fuera, podría mantener una conversación con ella. Y aquella conversación podría acabar, quizás, en una combate entre sus pieles, sus manos, sus labios, sus salivas, sus respiraciones, sus anhelos. Comenzó a besar aquella estampa con la misma pasión febril con la que besaría su carne y empezó a hacerle el amor mentalmente, mientras su mano se agitaba con furia bajo el pantalón. Después de explotar en el clímax, se dejó caer sentado en el retrete, con la fotografía apretada contra el rostro, mientras la manchaba con abundantes lágrimas de impotencia. Aquel papel no era Elena, sino un espejismo de ella con el consolar su síndrome de abstinencia hasta otro nuevo encuentro casual. A pesar de vivir pared con pared, era consciente de la distancia que les separaba. En aquellos escasos encuentros, él conoció su nombre, su profesión y su estado civil, mientras él era para ella el vecino de la puerta de al lado, un maníaco y un reportero; todos ellos exentos del privilegio de estar en sus recuerdos. Y más aún del de entrar en sus posibles intereses afectivos.

A pesar de todo, la jornada laboral fue provechosa: su jefe le felicitó por sus trabajos e incluso le encargó una sesión fotográfica para una revista de moda de alto prestigio, lo cual le abriría las puertas a un aumento de sueldo o a un posible ascenso. Aquel éxito inyectó el optimismo en Enrique, que se dirigió a su casa embistiendo a la noche con una decisión determinada de llamar al timbre de Elena y presentarse como su vecino.

Sin embargo, cuando llegó a casa, comprendió que no le hizo falta llamar y que no convenía molestarla.

El súcubo que devoraba sus sueños estaba intentando abrir la puerta a duras penas, con la única mano libre que tenía, mientras apagaba la urgencia de una libido ávida en un joven de cabellos rubios, que recorría su boca, su cuello y el inicio de su escote con besos impacientes. Enrique volvió a oír aquella voz en forma de jadeos suplicantes, del mismo modo que le habría gustado oírlos contra su oído, mientras él ocupaba el lugar de aquel extraño a quien pertenecían los abrazos de la joven.

Aquella funesta visión duró menos de cinco segundos, lo justo que necesitaba Elena para conseguir abrir la puerta y desaparecer a través de ella con su amante. Justo antes de volverla a cerrar, Enrique alcanzó un atisbo de sus ojos, en los que en lugar de aquel candor infantil veía ahora una lujuria vampírica, regalada a un joven que habitaría el mismo paraíso que esa misma mañana el fotógrafo retrató en el baño de su agencia. Embriagada con el néctar de Venus, la joven no reparó en su vecino, que se quedó desolado ante la puerta cerrada, a la que propinó un golpe mojado en lágrimas de ira, para después dejarse caer contra ella, luchando contra su propia decepción.

Tenía que ser mía, se quejó Enrique, sentado contra la puerta de su vecina. ¿Quién era ése? ¿Qué hizo para llamar su atención o conseguirla? Aquel guionista oculto había escrito la historia para otro hombre y él no estaba de acuerdo. Quería llamar al timbre, decirle que era él quien le convenía y quien la deseaba de verdad, que si no le quería que dejara de aparecerse su retina, en su pulso sanguíneo e incluso en su aliento.
–Perdona, ¿estás bien?
La áspera voz de una vecina anciana y vulgar le devolvió a Enrique la noción de realidad. Su estupefacta mirada acuosa entre bolsas de carne le dio a entender que, además, su figura sentada contra la puerta de la nueva vecina le daba una imagen ridícula. Y sin decir más, Enrique se levantó, saludó a la anciana con un ademán y desangró su pena en su propia casa, resguardado entre sus muros ermitaños.

Mun, the Lustful Doll

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 2.5 License.

miércoles, noviembre 15, 2006

La puerta abierta (II)


Al día siguiente, al salir de casa, se quedó de nuevo ante la puerta de su nueva vecina. Esperó inmóvil ante ella, deseando que el picaporte girara para revelar de nuevo el embrujo que le había atrapado sin razón. Sin embargo, la puerta permaneció tan quieta como él. Así que el joven bajó hasta el portal y buscó entre los buzones gemelos una pista que le acercara más a aquella mujer, sin necesidad de habérsela cruzado esa mañana. Y la encontró. En la casilla que se encontraba al lado de la propia había una tarjeta blanca con el nombre de la nueva dueña, escrito con una pulcra caligrafía, en bolígrafo azul: Elena Esparta Quimera. Después de grabar el nombre en su atención y su memoria, Enrique se enfrentó a su jornada laboral con una sonrisa triunfal; aquella placa le había dado más información de la aparente: no sólo le proporcionó el nombre de su objeto de adoración, sino que también le informaba de que éste vivía solo, lo cual le allanaba bastante el camino.

El día transcurrió sin pena ni gloria, aunque los compañeros de Enrique lo notaron extraño. Tenía la mirada perdida y todos afirmaban que se había dejado la mente soñando en algún lugar. Los más fisgones discurrían la posibilidad de que hubiera aparecido un nuevo amor en la vida del fotógrafo. No obstante, aquellas hipótesis permanecían en su estado etéreo cuando, en un intento de confirmarlas, Enrique les respondía con una mirada de cuchillo.

Por su lado, el hombre iba experimentando una angustia creciente a medida que dejaba morir el tiempo en la agencia. Deseaba pulsar el fast-forward del control remoto de su vida para situarlo a las ocho y media, la hora en la que solía llegar a casa. Su vista necesitaba una urgente dosis de Elena; ansiaba pasear de nuevo los ojos en su esbelta figura de hada, sondar aquella mirada de uvas traslúcidas, provocar otra sonrisa educada en aquellos labios de niña inmaculada. Bien sabía que, por el momento, tocarla era más que imposible, pero necesitaba de nuevo su presencia para tranquilizar el pulso encabritado de sus venas.

Y pudo tener aquella dosis, precisamente a la hora esperada. Ambos vecinos se cruzaron en el portal y Enrique sintió como el esófago se le desprendía del estómago. La veía venir en dirección opuesta a él, cargando una bolsa negra y grande en forma de maletín. Vestía unos tejanos y una camiseta deportiva que le perfilaban mejor la silueta que el chándal del día anterior. Además, advirtió el detalle de la melena, que el día anterior llevaba recogida y que ahora, liberada sobre los hombros, pudo apreciar mejor. Bucles de color avellana, bien dibujados alrededor de aquel rostro delicado e infantil, acentuaban aún más la belleza de la joven. Enrique la continuó escaneando hasta tenerla a tan sólo dos pasos de él. Y entonces comprendió que estaba realmente eclipsado cuando vio cierta cautela hostil en la mirada de la joven.
–Hola… –alcanzó él a decir con un hilo de voz.
Esta vez no obtuvo la sonrisa cordial del día anterior. Con súbita prisa, Elena sacó de un bolsillo del pantalón una llave con la que abrió el portal para después desaparecer escaleras arriba, sin esperar a su vecino ni permitirle pasar primero, con la misma rapidez que mostraría una ninfa huyendo de un sátiro enloquecido.

Poco después, Enrique subió por el ascensor, abatido por lo que había sucedido con ella. La sola idea de que su mirada intimidara a la muchacha le creó malestar y cierto sentimiento de culpabilidad. Una vez más, se encontraba de pie ante la puerta de al lado de su estudio, cerrada una vez más para él. Pensó en llamar al timbre y disculparse por lo sucedido. Estaba dispuesto a explicárselo; confesarle que le parecía demasiado hermosa como para actuar con naturalidad ante ella, pero no tardó en descartar aquella posibilidad, pues sabía que aún le tomaría por más loco. No volveré a verla hasta mañana, se recordó a sí mismo, atemorizado. Y si la veo, ¿cómo haré para que olvide lo de ahora?

Al día siguiente, Enrique no vio motivo para preocuparse de ello. Cuando se cruzaron de nuevo, Elena ya había olvidado el rostro de su vecino. Su mala memoria era el gran defecto de la joven, que le impidió recodarle de nuevo meses más tarde, cuando dejó la puerta de su casa abierta.

Mun, the Haunted Doll

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 2.5 License.

jueves, noviembre 09, 2006

La puerta abierta (I)


Meses antes de aquello, Enrique era, en el sentido más figurado de la palabra, un muerto viviente. Tenía veintiocho años y no tenía ilusión por nada en la vida, ni tan sólo en la fotografía, una pasión adolescente de la que hizo su profesión adulta. De hecho, no recordaba la última vez que algo le había provocado un latido en su corazón. Era un androide de carne y hueso, programado para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Vivía solo en un pequeño estudio en el centro de la ciudad y la austeridad de su vivienda reflejaba el eterno vacío de su interior. Pocos muebles a su alrededor y en su cabeza; todos cubiertos de un manto de polvo que cada día se hacía más grueso.

Era huérfano, no tenía más familia que él mismo y había estado viviendo en soledad desde los diecinueve años. Abandonó a los pocos amigos que había tenido en su vida al dejar su pueblo natal, y la pereza de marcar sus teléfonos o de escribirles un sencillo correo electrónico acabó deteriorando el vínculo entre ellos. Asimismo, tampoco podía estar orgulloso de su vida amorosa. A lo largo de su vida había tenido tres relaciones, ninguna de las cuales superó los tres meses de duración. Todos sus idilios fracasaron a causa de dos razones computables: o bien el trato diario acababa revelando a Enrique que el motivo de aquella historia era el miedo a la soledad más que el enamoramiento, o bien la fascinación que sus parejas experimentaban se esfumaba en cuanto desistían ante el infranqueable muro que Enrique imponía entre él y el mundo.

En efecto, pocas personas habían mantenido una conversación sustanciosa con él. Hablaba poco y su rostro tenía la expresividad de una estatua en permanente indiferencia. Sus compañeros de trabajo eran las personas con las que más trataba y ellos mismos afirmaban que parecía que le doliera hablar, como si tuviera la lengua paralítica. Además, sus palabras no iban más allá de cuestiones profesionales.

Sin embargo, aquel muerto viviente cobró vida el día que vio a Elena por primera vez.

Se la cruzó por casualidad. Él regresaba a casa del trabajo y la vio en la puerta de al lado, entrando en el piso contiguo con una abultada caja entre sus brazos. Debido al trabajo que tenía en una revista de moda que pasaba por los quioscos sin pena ni gloria, Enrique había tratado con mujeres despampanantes. No obstante, Elena era la única que le había provocado un paro en su corazón, a pesar de poseer una belleza más discreta. Era un poco más baja que él y tenía una figura esbelta, sin curvas escandalosas y poco favorecida con aquel chándal azul. Su rostro parecía haberse quedado estancado en la niñez; el verde de sus ojos de gacela parecía líquido traslúcido, y su mirada estaba llena de vida. Y fueron aquellos ojos, enmarcados en pestañas que no necesitaban rímel, lo que empujaron el corazón de Enrique hasta la garganta, impidiendo que éste pudiera articular un “hola”. Ella tampoco pronunció palabra alguna, pero, al notar la presencia de su futuro vecino, lo saludó con un ademán y una sonrisa en sus labios que denotaban más cordialidad que interés.

Cuando la joven cerró la puerta tras ella y la caja, Enrique se quedó en el rellano, con la mirada fija en el rectángulo de madera. Una parte de él se acercaba al timbre y lo pulsaba, ella abriría y él se presentaría como su vecino, ella haría lo mismo y seguidamente la arrastraría a una conversación en la que indagaría en su vida, su pasado, sus gustos, sus intereses. No obstante, otra parte de él, el verdadero Enrique, se quedó paralizada ante la puerta sin más acción que la de preguntarse cuándo volvería a ver a esa joven. Derrotado por su pusilanimidad, regresó a su hogar y se dejó caer en el sofá, en el que consultó la manera más apropiada de acercarse a la joven y saber al menos su nombre.

Mun, the Strange Doll

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 2.5 License.

domingo, noviembre 05, 2006

La puerta abierta (Prólogo)

Aquella puerta abierta era para él una invitación al cumplimiento de su deseo. Aquel deseo que se había convertido en una enfermedad y que le hizo ver el sentido más literal a la expresión “volverse loco por una mujer”.

Tras aquella losa de madera por fin veía, compartiendo espacio con él, la cura de aquel tormento, que recogía en aquel momento la cartera, que había olvidado sobre la mesita del recibidor y que se disponía a meter en el bolso…


Elena jamás lamentó tanto dejarse la puerta abierta. Gritando contra la mano dura de aquel desconocido que ni se molestó en esconderse tras un sucio pasamontañas, se preguntaba si era demasiado tarde para zafarse de aquella escalera al infierno. Sus pupilas dilatadas, a punto de caerse fuera de las órbitas, sólo encontraban la pared contra la cual estaba prisionera. Un muro amarillo, desde el cual el Puente de la Torre de Londres, transformado en pintura anónima, la miraba con compasión e impotencia. Un muro amarillo contra el cual un robusto cuerpo la estrechaba y le impedía ver lo que estaba ocurriendo.

En realidad, prefirió no verlo.

Pero prefirió más no sentirlo. Sus gritos se elevaban, agudos, luchando contra aquella mordaza de carne y hierro, mientras que en un relámpago de segundos oía la otra mano desabrochar una cremallera, alzarle la falda y desgarrarle la ropa interior con la violencia de aquel anhelo patológico.

Nunca debió haber dejado esa puerta abierta, se repetía en sincero arrepentimiento. Sin embargo, Elena no sabía que su atacante también se arrepentía de no cerrarla. En el momento que un puñetazo ajeno a ella le demostró que aún no era tarde.



Mun, the Frightened Doll

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 2.5 License.

domingo, octubre 29, 2006

La fiesta


No había sido buena idea ir allí. El reaggeton, ideal para el apareamiento animal, no era precisamente lo que me apetecía. El veneno en forma de humo no era precisamente beneficioso para mis ojos, como tampoco lo era verte rodeado de hermosas vampiresas ansiosas por encerrar tu sangre en sus venas. Pero tampoco me parecía extraño, ya que a un ángel terrenal como tú no le faltan candidatas para que les muestres el cielo. No había sido buena idea ir allí, pero el simple hecho de verte y cruzar contigo un sencillo “hola, ¿qué tal?” lo compensa todo. De hecho, no me importó que no me dedicaras una sola mirada en toda la noche. El vestuario y el maquillaje escogidos con tanto cuidado no me iban a ayudar a distraer tu mirada de las sirenas que te rodeaban. Y aunque la esperaba, tu indiferencia me dolía demasiado, más que el bombardeo de pseudomúsica en aquel pequeño local, el maldito aire viciado y mi torpe soledad entre tanta gente. Por eso salí al balcón, para darle a mis ojos total libertad de desbordarse.

Tuvo que ser mi ausencia la que me sacara del anonimato para ti. Al sentir tu mano en mi hombro, un escalofrío me fulminó de la cabeza a los pies.
—¿Qué te pasa?
—Ah, nada. Me estaba ahogando allí dentro. Tanta gente, el humo…
—No hablo de eso. Estás llorando.
—Se me habrá metido algo en el ojo.
—Que no soy tonto…
—Ya.
—Está bien que no me quieras contar qué te pasa. Pero no intentes negarme que estás llorando, porque no soy tonto.
—Vale, pues estoy llorando.
—¿Ves? No pasa nada por reconocerlo.
—Tú no lo entenderías. Tú nunca lloras.
—¿Quién ha dicho eso?
—¿Es que lloras?
—¿Te crees eso de que “los tíos no lloramos”?
—No me lo creo, pero no te imagino a ti llorando.
Por primera vez en toda la conversación, me di la vuelta para mirarte a los ojos, con los míos chorreando petróleo.
—¿Por qué lloras tú, cuando lloras? —pregunté.
—Tengo muchos motivos. Cuando pierdo a alguien, cuando me siento solo…
—¿Tú solo? No me lo creo. Sólo tenías que verte en la fiesta. Compañía no te faltaba.
—¿Y crees que me lo estaba pasando bien? La música es un asco, como el ambiente. Y tú aquí fuera llorando.
—Parece que te moleste que llore.
—Claro que me molesta, mujer… No me gusta verte así… ¿Por qué te crees que he salido?
Tus palabras y tu mirada en esos dos charcos de hielo líquido eléctrico me anudaron la garganta y me paralizaron la lengua.
—¿Por qué lloras?
—¿Has llorado alguna vez porque quieres algo que no puedes tener?
—Claro.
—Pero un chico como tú puede conseguir lo que quiera…
—¿Por qué?
—Porque…
La parálisis aumentó cuando noté la punta de tus pies chocarse con la mía.
—¿Qué es lo que quieres?
Tardé segundos en contestar.
—¿Qué quieres tú?
Tardaste segundos en contestar. O eso me pareció a mí. Tampoco me importó, y menos cuando intentaba creerme que tus brazos rodeándome la cintura eran reales. O tus labios en mi oído pronunciando aquel anhelado e improbable:
—¿Estás tonta? Te quiero a ti…
Te parecería torpe en el momento que tu boca encontró a la mía con un delicado enlace de fuego, pero qué querías. Cuando pude vencer el hechizo de piedra, me convertí en agua entre tus brazos, ansiosa por mojar cada rincón de tu piel y por detener las agujas de un reloj implacable.

Cuando nos separamos, nos volvimos a mirar con nuestras risas de caramelo. Me secaste la suciedad de rímel lagrimoso de mis mejillas, con una delicadeza que no había en visto, pero que ya conocía en ti.
—¿Estás bien?
—Sí.
—Ven conmigo.
El deseo se delataba en tu voz abrasada y en mis pupilas, que te devoraban. Podíamos haber acabado en el vestuario o en el baño y haber consumado nuestra urgencia amorosa y animal, pero yo no quería terminar aquello así. Ni tú tampoco. Éramos dos sombras hechas una en aquella mágica noche. Siempre había soñado con ello, con el perfume de tu piel envolviéndome, con tu voz acariciando a la mía y con tus labios abriéndome el cielo teñido de rojo en cada beso.

De hecho, seguiría soñando con ello hasta que el despertador me chillara al oído con voz de robot oxidado y aburrido. Después de maldecirlo con un golpe, me quedaría tumbada en la cama, pensando en si sería una buena idea ir a tu fiesta esa noche…

Mun, the Dreaming Doll

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

miércoles, octubre 25, 2006

Jornada



Una de las normas establecidas más criminales para ella era tener que estar en cualquier lugar antes de las once de la mañana. Y su forma de rebelión era tener que apagar el despertador con un golpe y pedirle a su conciencia cinco minutos más. Pero su Pepito Grillo se quejaba y la impulsaba a levantarse con grandes esfuerzos de la cama, abrir la ventana y meterse en la ducha. Aquel era el mejor momento de la mañana, cuando aquellas múltiples y cálidas agujas, junto a un aromático jabón, la desnudaban del sudor y le devolvían la lucidez. Después de regalarse unas enérgicas caricias con la toalla, se vestía con la ropa que escogía la noche anterior sin muchos rompecabezas: lo más cómodo para pasar toda la jornada en aquel odioso edificio rosa.

Otro momento delicioso de la mañana era el desayuno (especialmente por el abundante cacao en polvo que se permitía en la leche), al cual le encantaría dedicar unos minutos más sino fuera porque los relojes la amenazaban con devorarla. Y era después de besar a su adormecida madre y colgarse el pesado zurrón a la espalda, cuando empezaba su aburrida jornada.

En el tranvía y en el metro, se dedicaba a estudiar a todas las sardinas que se abarrotaban junto a ella en aquellas latas de transporte. Sus ojos y sus oídos siempre habían sido muy curiosos, así que no dejaba de asomarse de reojo a los libros de aquellos que se sentaban a su lado, intentando descifrar de cuál se trataba. A veces, incluso, se inclinaba un poco para leer la tapa. Otras veces se reía para sus adentros de las conversaciones banales, o cuando éstas eran profundas (rara vez ocurría eso) dedicaba sus pensamientos a la reflexión.

Odiaba ese trayecto que cada vez se le antojaba como un insulso dejà vu. Pero se escapaba en un mundo paralelo hecho de nubes de miel, pianos sonrientes y estrellas de azúcar de plata. En aquel mundo, ella se dedicaba a lo que siempre había soñado: a la literatura creativa. No quería saber nada de traducciones obligadas, de decir en una lengua lo que los demás decían en otra, bajo el yugo de un estilo ajeno. Para ella, eso tan sólo se trataba de un método de subsistencia, aunque deseaba que dicho método de subsistencia fueran sus propios lienzos de letras negras. No obstante, aquel mundo gris recubierto de escarcha en el que se desarrollaba la película de su vida no dejaba espacio para el país que ella veía con los ojos cerrados. Sin embargo, aquello no le impedía que soñara con él, al menos por una media hora, hasta que el metro la dejara en su parada.

Y allí era cuando apresuraba el paso hacia la universidad. Era una paradoja, porque las prisas no tenían que ver, para nada, con algún anhelo especial de gozar una jornada que se le presentaba como una película que había visto tantas veces que había perdido el sentido en cada escena. Una jornada que, normalmente, empezaba con el amable y automatizado saludo de un compañero:

—Hola, Laura, ¿qué tal?

Mun, the Doll in this tale

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

PD: Es curioso que eche esta jornada de menos...

viernes, octubre 20, 2006

Dices que me quieres



Dices que me quieres. Al oído, en un susurro profundo e hipnótico. Y luego me atarás, como siempre, a tu ser con cadenas de besos y caricias abrasados con el fuego de tu cuerpo desnudo, aunque siempre lleves el corazón vestido con esa odiosa cota de malla. Jurarás tu amor en cada una de tus dulces embestidas violentas y me vampirizarás de nuevo con el veneno de tus suspiros y el sabor del sudor que la pasión ha untado en tu piel. Esa piel que resume todos mis pecados y deseos.

Dices que me quieres. Pero esas palabras se diluyen en cada uno de nuestros besos para luego ser engullidas por mi sed junto a tu saliva. Dime, ¿qué queda de ellas? Tan sólo el delicioso y amargo sabor de tu ausencia, cuando me despierto cada mañana y me doy cuenta de que me has desnudado totalmente; no sólo me has quitado la ropa, sino también el aliento, el alma.

Dices que me quieres. Y yo no digo nada. Porque todo te lo digo en cada mirada, en cada gesto de mi voz y en cada una de mis múltiples entregas, de todas las partes de mi ser. Pero en cambio tu amor sólo se limita a los labios vacíos de sentimiento y llenos de un anhelo banal de placer, el mismo placer con el me arrastras hacia ti… para luego soltarme en una cama vacía, donde tu ausencia se convierte en el eco de mis pensamientos.

Dices que me quieres. Y yo no digo nada. Pero te lo digo todo.

Mun, the Unloved Doll

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

martes, octubre 17, 2006

Los espejos


Si sigo mirándome al espejo, sé que se me caerán los ojos dentro y que su cristal desgarrará mi alma en mil pedazos. Pero ésta es la condena que sufrimos muchos humanos como yo, una condena impuesta por una sociedad enmascarada de libertad. Encadenados a los espejos, así vivimos, con nuestras almas encerradas en banales cristales.

Los espejos reduce la mayor creación de Dios a un simple envoltorio nos han puesto vendas de seda engañosa en los ojos, impidéndolos que atraviesen la piel, el cuerpo, y vean lo que de verdad es hermoso, lo que pasa invisible a los pobres sentidos del ser humano...

Y fue mi espejo quien fijó mi valor, desterrándome al lugar del que uno siempre será prisionero, uno mismo. Me encerraron en un espejo, por el crimen de no nacer de Venus, sino de los humanos. Creí una ilusión en la que yo era una mujer hueca, sin valor, una bestia aparte del mundo, porque el espejo me creó esa imagen. Sin embargo, he podido escapar de él hacia un mundo donde los ojos no llevan vendas. Soy libre de las cadenas que me ataron a él... pero cuando rompí el espejo, varios fragmentos se clavaron en mi memoria y en mi corazón... y aún están inscrustados como los trozos de una espada mortal que hirió mi alma...

Mun, the Doll in the Mirror

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

I've been looking in the mirror for so long... that I've come to believe my soul's on the other side...

miércoles, octubre 11, 2006

Si me llamas con tu deseo


Si me llamas con tu deseo, será Morfeo quien lleve mi flor hasta ti, para ponerla en tus labios y que ésta te cierre los ojos con un beso. Así me colaré bajo tus sábanas y respirarás mi aliento y me derramaré en tus sueños, donde dormiremos abrazados sin importarnos el nombre del sol que nos despierte.

Besaré cada caricia que dibujes en mi cuerpo y mis manos me abrirán paso al Edén que se esconde debajo de tu ropa. Luego te abrigaré con mi piel, que se ocultará en tu seda y allí olvidaré mis lágrimas. Mis labios trazarán en ti el camino a la gloria y morderé cada suspiro tuyo para hacerlo mío. Y será cuando apoye mi pecho contra el tuyo que nuestros corazones bailen juntos, al son de la música que emana de cada rincón de tu pasión, aquel hermoso secreto que guardas sólo para mí. Absorberé cada uno de tus espasmos amorosos para sentirte nadar en mis entrañas mientras te abrazo con mis caderas. Y sabré que existe el paraíso cuando nuestros cuerpos sean sólo uno, cuando toda tu esencia se deshaga en mí, como yo me deshago en ti, y me metamorfoseo en sudor y placer.

Si me llamas con tu deseo, será Morfeo quien me dé las alas para huir de esta inhóspita cama, a quien le entrego caricias sin respuesta y palabras que nadie más oirá, y nuestras voces abrasadas se podrán tocar. Pero mientras deberé conformarme con deshojar sin ti noches de soledad, hiel y lamentos, hasta que me llames con tu deseo, porque yo no puedo.

Mun, the Passionate Doll

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

domingo, octubre 08, 2006

Blanca












Llorar es algo vergonzoso; una muestra de debilidad que distingue a los débiles de los poderosos. Por eso, cada vez que salía el tema, Blanca se escondía en el lavabo y daba rienda suelta a sus lágrimas. Con la práctica, había aprendido a no sollozar mientras su alma sangraba, y sus amigos como mucho imaginaban que salía a tomar el aire, pues era una chica a la que no le gustaban los espacios cerrados.

Lo cierto es que Blanca era todo un misterio. Hablaba poco y siempre en voz baja, casi en un lánguido susurro que recordaba a la música de un piano helado. Nadie recordaba haberla visto reír, ni cuando contaban chistes y anécdotas graciosas. Sólo entonces esbozaba una tímida sonrisa, aunque sólo se percibiera en el arco de sus delgados labios. Sus ojos oscuros siempre tenían la misma expresión ausente, como si miraran siempre dentro de ella, buscando algún secreto difuso en su corazón, que nadie de su pandilla averiguaría.

Sin embargo, a pesar de su frialdad, Blanca era bastante apreciada por sus amigos. La conocieron aquel mismo año en el instituto, y no les costó conectar con ella, ni a ella le costó integrarse en el grupo. Era una muchacha bastante reservada y callada, aunque esto hacía que su reacción ante las manifestaciones de cariño fueran más acusadas. Era la única vez que la luz inundaba su rostro por unos instantes; cuando uno de ellos la abrazaba o le daba un beso, incluso cuando el único significado que tenían era el de un saludo cordial. Y esto la hacía parecer una encantadora muñeca a la que nadie negaría unos mimos.

Pero había algo que les desconcertaba por completo: su actitud ante el sexo.

Era un tema bastante recurrente en el grupo, ya que era el fruto prohibido que todo el mundo desea morder el primero. La mayoría habían empezado a iniciarse en el tema de los besos, y varios de ellos, que habían llegado a algo más con sus primeras parejas, animaban a los otros a probarlo, retándoles con el hecho de que la virginidad es una mancha que hay que sacudirse de encima antes de los dieciocho.

Cuando Blanca oía esto, se le ensombrecía el rostro y dirigía la mirada hacia su vaso o su bebida, mientras jugueteaba con la cañita o la cuchara. Si la frivolidad con la que se hablaba del tema aumentaba, intentaba desviar la conversación a otra vía totalmente distinta. Y cuando podía, se escapaba por unos minutos, alegando que tenía ganas de ir al baño. Pero el sexo siempre es el tema más candente cuando se tiene quince años, aquel dios oculto al que se le rinde un culto clandestino en una sociedad postfranquista.

Pasó el tiempo y las conversaciones acerca del tema proliferaron más, pues todos se habían lavado ya la mancha de la inocencia. Y Blanca jamás dijo nada, alimentando la curiosidad de todos ellos, especialmente cuando reaccionaba como un fantasma escondido cada vez que el tema hacía su habitual aparición.

—No sé por qué te pones siempre así cada vez que hablamos de sexo —le espetó uno de sus compañeros.
Blanca no respondió. Al menos no con palabras. Pero sus ojos brillaron más que nunca, como dos charcos de agua salada, y antes de que se desbordaran, salió corriendo.
—¿Qué le pasa?
—Es una amargada. Le jode que ella sea la única que no lo haya hecho aún.
Pero lo cierto es que Blanca perdió la virginidad mucho antes que todos ellos. Concretamente a los nueve años.

Mun, the Tragic Doll

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Imagen extraída del videojuego Silent Hill 2

viernes, octubre 06, 2006

La criatura más bella


A pesar de ser una niña bastante aplicada y disciplinada, Alicia decidió que aquella tarde no haría los deberes. Sus ojos estaban posados sobre el cuaderno blanco, ausentes, mientras dejaba caer sobre él, como la hoja muerta de un álamo, una gruesa lágrima en la que la chiquilla veía reflejada las obscenas risas de sus compañeros. No entendía qué había de malo en esforzarse, en tener curiosidad por la vida, deseo de aprender. No entendía qué estaba incorrecto en querer construir desde sus nueve años el largo camino para cumplir su sueño de ser una prestigiosa científica, creadora de miles de inventos para ayudar a la humanidad. Pero todo eso la convertía en una paria ante sus compañeros de clase.

Cuando llegó su padre, la encontró jugando con sus muñecas y desatendiendo sus tareas estudiantiles, lo cual, lejos de enfadarlo, le entristeció muchísimo. Alicia no dejaba de estudiar porque sí. Y cuando advirtió los restos de lágrimas en los dulces ojos y en las largas pestañas de su hija, comprendió.

Después de darle un tierno beso en la mejilla, el señor Maestro la sentó sobre sus rodillas, como solía hacer cada tarde al regresar a casa, para regalarle toda la atención que no podía prestarle el resto del día.
—¿No haces los deberes, tesoro? —le preguntó con su musical voz, que recordaba al sonido de un arpa.
—No.
—¿Y por qué no?
—Porque los deberes sólo son para los empollones.
—¿Quién dice eso?
—Los de clase.
—Los de clase son tontos. Tienen envidia porque ellos no podrán ser nunca una inventora tan lista.
—Dicen que quiero serlo porque así seré rica, y siendo rica es la única manera en que los chicos me quieran.
El rostro del señor Maestro se ensombreció de indignación al oír la crueldad que relataba su hija entre sollozos. Después se levantó diciendo que iba a por un pañuelo, al mismo tiempo que pedía a Alicia que no llorara más. Pero ella no podía, estaba harta de los navajazos de sus compañeros contra las alas que despuntaban en sus espaldas, ansiosas por emprender el vuelo.

Cuando su padre llegó, no traía un pañuelo. Tenía las manos cerradas, palma sobre palma, escondiendo algo de pequeñas dimensiones. Una sonrisa enigmática cruzaba su rostro, al mismo tiempo que en sus ojos brillaba un destello especial.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Alicia, desplegando sus encantadores ojos.
—Acabo de atrapar a la criatura más bella que he visto nunca.
—¡Un ángel! ¿Puedo verlo?
—No —respondió su padre con una mueca traviesa—; sólo si dejas de jugar y haces los deberes.
El privilegio de poder ver a un ángel era bastante para Alicia como para olvidar a sus huecos compañeros de clase y dedicarse a esos ejercicios de matemáticas y ciencias naturales que, lejos de aburrirla, le divertían. Pero esta vez tenía el aliciente de ver aquello que su padre ocultaba entre las manos, y a lo que de vez en cuando éste dedicaba una mirada ilusionada y fascinada. Aquello daba alas a su inteligencia, a su habilidad y a su tenacidad, y Alicia acabó los deberes antes que de costumbre.
—Ya está, papi —dijo la niña, alargándole el cuaderno con una sonrisa serena y llena de expectación.

Jesús Maestro guardó con cuidado detrás de la espalda la criatura que escondía, revisó el cuadernillo minuciosamente, sonriendo satisfecho y orgulloso de tener a una hija tan lista y aplicada. Esbozando una gozosa sonrisa, dejó la libreta sobre la mesa y volvió a coger la promesa entre sus manos, con el mismo aire misterioso de antes.
—Bien, mi niña, tú has cumplido tu parte del trato y yo cumpliré la mía. Has de considerarte privilegiada, ya que no todo el mundo va a contemplar lo que verás tú ahora. De hecho, yo me siento afortunado por haberla encontrado, y también por poder compartir esta maravilla contigo.
Y sin más preámbulos, el padre de Alicia abrió pausadamente las manos, dejando que su hija contemplara lo que él consideraba la criatura más hermosa de todas. A medida que la iba viendo, los ojos de la niña se iban agrandando más y más mientras que la boca expulsaba una suave exclamación de sorpresa, rictus que ella pudo observar en el espejito que su padre le iba mostrando con la misma emoción que ella lo descubría.

Mun, the Beautiful Doll

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

martes, octubre 03, 2006

El Lindo Inicio de la Amistad


- Perdona, ¿eres Virginia?
- No... - respondió ella, con expresión extrañada.
En efecto, no se parecía en nada a Virginia. La chica a la que había confundido era más alta y delgada, con los ojos oscuros y un cabello castaño, largo y anárquico. No se parecía en nada a Virginia, pero tal vez la asociaba a ella por su tez morena y por la alegría que destilaban su sonrisa dibujada en unos labios sensuales, carnosos y dinámicos, sus ácidas y simpáticas bromas, sus ojos de estrella. Cuando me respondió que no era ella, no lo hizo con un gesto hostil; más bien al contrario: su expresión era dulce y cálida, como considerando curioso aquel error, a la par que gracioso. Tenía voz la voz echa de música parnasiana y miel y cuando la oí hablar parecía que me invitase a un acogedor abrazo.

Virginia y ella no tenían nada en común. De hecho, si le tuviera que buscar algún parecido sería con Sherezade, por su piel dorada, su voz de algodón celestial, su cándida dulzura y la calidez que emaba su mirada del color del cacao, tan llena de luz, que destacaba en su rostro como dos diamantes en mitad de la arena mojada. Tal vez fue porque ya sentí su aura en el primer contacto, pero después de aquel "no..." que señalaba un error tonto, supe que había ángeles en la tierra. Y hermanas que no nacen del vientre de tu propia madre.

El lindo inicio de la amistad... ¿Te acuerdas?

Your beloved sister Mun

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

domingo, octubre 01, 2006

Dafne o los pensamientos dios enamorado


¡Y yo que me reía del amor y ahora soy yo quien se encuentra atrapado en sus redes! ¡Si hace un momento me había reído de Eros y de su poder! Pero al ver a esta chica he sentido un flechazo en el corazón, dulce y doloroso a la vez, que nunca había sentido antes. Es increíble, no la conozco y en cuestión de segundos su inmensa belleza ha despertado en mí sensaciones que nunca había experimentado... Me acercaré y hablaré con ella, tal vez en su corazón también nazca este sentimiento que me está quemando por dentro y que me empuja hacia ella.

Se ha levantado, ya que ha notado mi presencia. Ahora la puedo observar mejor y descubro que es tan bella como había imaginado. No es una chica mortal, no; es una ninfa nacida del agua, de las que acompañan a mi hermana Ártemis en su corte. Contemplo, maravillado, su belleza atentamente. Me veo cautivado por la pureza y el esplendor de su rostro y por su graciosa figura que se insinúa bajo su túnica de seda. Sus rubios cabellos caen sobre sus hombros como la cortina de Eos sobre el cielo, y sus inmensos ojos azules, que me miran atemorizados, parecen haber atrapado toda la luz del cielo estival. Tiembla. Tiembla como la oveja que se ve acorralada ante el salvaje lobo. Mas yo no quiero asustarla, sino amarla. Se debe de creer que soy un molesto sátiro ebrio, o un basto leñador cegado por sus propios deseos libidinosos, pero mis intenciones son más puras. Yo sólo quiero estar con ella, que me ame como yo la amo, sentir la felicidad a su lado. La miro amigablemente y me acerco para decirle que no me tenga miedo, que no le haré daño. Pero ella no quiere escucharme. Presa del pánico, inicia, con la agilidad de una cierva joven, una carrera para huir de mí y de mi amor. Yo también corro, movido por mi amor, tan rápido como me permite mi fuerza divina.

¿Adónde vas, bella ninfa? ¿Por qué huyes de mí así? ¡Si no te haré daño! No soy ningún sátiro ni ningún hombre malvado que busca de ti tu cuerpo; soy Apolo, el dios de la música, del arte y de la belleza. ¡Es a mí a quien has enamorado! Soy hermano de tu señora, ¿qué mal querría yo para ti? Detente, ninfa, y escucha mis quejas amorosas, escucha como mi corazón virgen se derrite de amor por ti. No corras más, ninfa, que las crueles zarzas desgarran tu túnica y hieren tus piernas, esbeltas como las columnas de un templo; y cada herida que te haces me golpea el alma, dolida de amor por ti. No me rechaces, hermosa ninfa, ven a mis brazos, deseosos de ahogarte en ellos para confundir tu alma y la mía en una sola...

La he perdido. Ha desaparecido entre altas y hermosas hayas sin dejar rastro, salvo su mágico aroma a jazmines blancos... Incluso sus gritos de terror suenan agradables en mis oídos. Su belleza no mengua ni cuando se asusta. La amo, la amo, la amo... Y no dejaré de buscarla mientras esté enamorado de ella. ¡Ah, por fin! Ya la he visto. Está arrodillada delante de un río, chillando y llorando desesperadamente. Corro para atraparla, pero he llegado tarde.

¿Qué es esto? ¿Qué le pasa? Sus cabellos se convierten en hojas, verdes y tiernas, y una dura corteza envuelve su fabulosa figura, al mismo tiempo que sus pies se hunden en el suelo. Ahora ya no está; en su lugar sólo hay un árbol, un laurel que sólo conserva de ella su magnífico esplendor... Lo estrecho contra mis brazos y derramo sobre su corteza mis lágrimas desesperadas y los besos que no le pude dar cuando ella aún era una ninfa... Está viva, aún siento su respiración nerviosa y los fuertes latidos de su corazón, el corazón que no me quiso entregar. Y seguramente ella me siente a mí también, a pesar de que no puede hablar ni moverse, y mucho menos huir. El viento que vibra en sus ramas recuerda los gritos de terror que ella profería cuando huía de mí... Ni tan sólo sé su nombre, el nombre que necesito para tatuarlo en mi memoria para siempre.

Laurel, que seas tú el más sagrado de los árboles, porque has sido amado por mí, el divino Apolo, y recibe tú también mi juventud y mi inmortalidad: tus hojas nunca caerán, tu tronco se mantendrá erguido y robusto y siempre tendrás esta belleza deslumbrante; ningún hacha te cortará, del mismo modo que ningún arma me puede herir. Sé el dios de los árboles. Y, ya que no has podido ser mi mujer, serás mi fiel compañero: trenzaré con tus cabellos una corona que adornará mi cabeza, así como también adornarán mi túnica, mi lira y mi carcaj. Siempre te llevaré conmigo y siempre recordaré cuánto te amé y te sigo amando.

¡Ah, Eros! ¡No estabas equivocado cuando decías que tus flechas hacían mucho más daño que las mías! Cuando yo disparo, hiero el cuerpo de los humanos, pero cuando tú disparas hieres el corazón y el alma, que duelen mucho más, porque no hay mal peor que estar enamorado de alguien que te desprecia. ¡Qué daño me has hecho a mí, que desconfiaba de tus poderes! Pero me has hecho conocer un sentimiento maravilloso, el más noble que ningún dios o mortal pueda experimentar, y por eso te estoy tan agradecido. Has hecho de mí un ser nuevo, capaz de comprender cosas más bellas e importantes que la fuerza o el poder divino. Gracias, Eros, por derretir el caparazón de hielo que cubría mi corazón y por encender en éste la llama del amor. Ahora me siento más vivo y feliz, porque he sido capaz de dar mi alma por una persona, a pesar de que ella me rechazase. ¡Ah, dichoso aquel que ama y es correspondido! Y también aquel que lucha por la persona amada, aunque no obtiene nada, porque no espera nada a cambio... ¡Qué aflicción más dulce, la que provoca el amor! ¡Ah, Eros, si los humanos conocieran este sentimiento, bello y doloroso a la vez! Hiere con esta misma flecha a tantos otros mortales, que sufran la misma tortura amorosa que yo he sufrido, y que sus corazones tiemblen con esta rosa espinada.

Mun, the Heartbroken Doll

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

viernes, septiembre 29, 2006

Elegía


Sola. Bajando por una calle oscura, sintiendo las gotas de lluvia como finas agujas sin color golpeando mi piel desnuda y recordándome tu ausencia. Parece que hasta el aire repite la misma pregunta que se hace mi alma desgarrada. ¿Por qué tuviste que irte? ¿Por qué me abandonaste? Sé que tenías que seguir la dura ley de Dios, de la naturaleza, que está escrita en las estrellas y en cada línea de la palma de la mano, pero tú no tenías que irte. No antes de verme acabar la carrera, de conocer a tus bisnietos. Verme cumplir a mí, tu nieta favorita, todos esos sueños que aún están en los plazos que trazo para un futuro que ni el más sabio puede predecir.

Y yo aún tengo en la boca el sabor amargo de aquel sueño en el que me decías adiós desde el carro que conducía Dios hasta su casa, ese sueño que se ejecutó como una fatal profecía. Y recuerdo el último adiós, aquel día en que te vi por última vez y comprendí el espacio tan ancho y tan estrecho que hay entre la vida y la muerte...

Y mientras te busco entre la lluvia, por si tú también bajas del cielo con ella. Te llamo mentalmente y espero una mínima señal tuya para saber que tu presencia sigue conmigo. Hace ya dos años que la parca Dama Oscura la apartó de mi lado, pero se descuidó de que puede separar a las personas pero no a sus almas.

La lluvia sigue golpeando mi frágil cuerpo, y yo soy consciente de que hace dos años que te fuiste, pero tu ausencia sigue hiriendo mi alma como un cuchillo frío, y al mismo tiempo ella se alegra al sentir el abrazo de tu espíritu que, desde la otra vida, vela por mí en la eternidad.

Mun, the Lonely Doll

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

jueves, septiembre 28, 2006

Fantasma



No era lo más habitual tener ese tipo de conversaciones en un lugar tan frívolo como un bar, sintiendo los efectos del vodka con cola. Pero Rafa se empeñaba en seguir con el tema. En cambio, David se empeñaba a darle el toque frívolo, acorde con el ambiente ruidoso y alcoholizado.
—Que sí, que sí —repetía éste entre risas imparables.
—Me da igual que no me creas. Yo sé que he visto uno.
—Ya, ya. Creo que los porros te afectan.
—¡Joder, si sabes que ni fumo! Estaba bien despierto y fresco. Lo vi con mis propios ojos. Y no dejo de pensar en ello.
—Si lo sé, no vamos a ver esa peli. Rafa, tío...
A David casi le costaba respirar del ataque eufórico que le inspiró las creencias de su amigo. En cambio, a éste la vergüenza y la ofensa le estaban creando cierta incomodidad y desprecio a su amigo.
—Tú mismo, tío. Pero esas cosas existen.
—Ya, ya… ¿Y seguro que no llevaba una sábana blanca y una cadena atada?
—Mira, tío, déjalo… —concluyó el derrotado joven, algo avergonzado por dar esa imagen de “supersticioso” ante su amigo más íntimo— Después de todo, hemos quedado porque hacía tiempo que no nos veíamos ni hablábamos de nuestras cosas… Me dejaste bastante preocupado con lo de Vero… ¿Cómo estás?
—¿A esa zorra? Una puta como ella no se merece ni un segundo de mi pensamiento. Anda, tío, que me estoy rallando aquí sentado y tengo ganas de pillar algo, ¿has visto esas dos pavas de allí?

Cuando David llegó a casa, a eso de las cinco de la madrugada, se desplomó sobre el sofá con ganas de olvidar aquella noche desastrosa, en la que bebió, bebió y bebió mientras se burlaba de su sufrido amigo Rafa. Además, ni la chica más fea del local había respondido a sus demandas desesperadas de una compañera de cama para esa noche. Y todo aquello no le entristeció lo más mínimo, sino que lo enfurecía cada vez más dentro de su asombrosa embriaguez, que le hacía parecer un zombie hipnotizado y enloquecido. Decidió pasar aquel hechizo etílico en el sofá, con toda la ropa apestando a tabaco, vodka y ron. Y mientras la tormenta cerebral partía cualquier pensamiento lógico de su cabeza, David puso su mirada extraviada en el televisor. Quiso encerderlo para distraerse.

Pero ya estaba encendido.

Parpadeó incrédulo, pues no recordaba haber cogido el mando. Y aún le resultaba más increíble la imagen que había entrevisto durante unos segundos. Se incorporó de un salto y aquella imagen ya no estaba. Sólo la pantalla negra y muerta. Palpó, sin encender la luz, el sofá para buscar el mando. Cuando por fin dio con él y presionó el "play" (a pesar de que el nervioso temblor de su mano le dificultara la tarea), el televisor no se encendió. Y le había cambiado las pilas el día anterior.

Lanzó el mando contra el suelo, como quien echa de su lado a un esclavo incompetente, y se acercó tambaleante a la caja tonta. Buscó el "power" a tientas, con los ojos cerrados por un miedo ciego a verla de nuevo. Quería asegurarse de que no la había visto. Y cuando encontró el botón y lo apretó, los abrió de nuevo.

Ahora estaba encendido.

Oyó el chasqueo del monitor.

Abrió los ojos de golpe, pues quería encontrarse cuanto antes con una realidad lógica.

La realidad de verla de nuevo.

Si bien no era el Diablo lo que había visto, gritó como si así fuera. Huyó del comedor como quien huye de un arma de fuego amenazante, y fue al lavabo por instinto. Una parte de él le sugería que se lavase la cara para que el agua fresca le devolviera la lucidez.

Cuando levantó su rostro empapado, se topó con el espejo, desde donde ella le dedicaba una opaca sonrisa y una mirada de cristal. En un repentino ataque de pánico, se dejó caer contra la pared, tropezándose contra el retrete. Luego se retorció por el suelo, sollozante y gimiente, con un dolor de cabeza insoportable, como si tratara de librarse de algún demonio que luchara por apoderarse de su cuerpo.

Das pena.
Estoy alucinando. Me han tenido que meter algo en el alcohol.
Diciendo que te olvidaste de mí, cuando aún me sueñas.
Cuando mañana despierte, dejaré de verte.
Sabes que no. Cada noche es lo mismo.
¡Vete!
No. Tú me mataste.
Yo no te maté.
Sí que me mataste. Pero no te pudiste deshacer de mi alma.
No. Tú estás viva. Ayer te vio Rafa con tus amigas.
Sí. Y ojalá me hubiera visto contigo, ¿no?
No. Quiero que te vayas. No quiero verte más. Estás muerta para mí.
Por eso me sigo apareciendo. Porque no lo estoy.
Estás fuera de mi vida. Pero estás viva. No te maté. Tú tienes tu vida y yo la mía.
Me mataste en el momento que me obligaste a marcharme de tu casa. Me has estado matando durante los últimos meses. Cuando me ignorabas en casa. Cuando me humillabas delante de tus amigos. Cuando me insultabas. Y el golpe de gracia fue aquella bofetada. Y para mí se acabó todo. Pero para ti no.

David, desde el suelo, apretado contra la pared, con el helado sudor corriendo al ritmo de su corazón disparado, miró al espejo. Verónica lo miraba con aquellos ojos sesgados de los que él nunca supo decir el color. Pero esta vez eran unos ojos desprovistos de aquella docilidad y ternura ovejil que tanto caracterizaban a la muchacha; eran unos ojos llenos de vidriosidad sádica y acusadora.

Entonces, Verónica fue saliendo lentamente del espejo; primero la cabeza, luego los hombros, luego el resto del cuerpo... Era como un parto fantasmagórico y extraordinario, y a David lo iba aterrando cada vez más.

Hasta que aquellos ojos sesgados, vidriosos y sádicos, casi se hundían en los suyos. Y aún así, tampoco supo decir de qué color eran.

Para nada habría esperado Rafa que hubiera acabado de aquella manera. Tal vez en un accidente, por conducir bebido, o en cualquier pelea callejera. David había cambiado mucho en los últimos meses, se había vuelto muy temerario, muy prepotente y muy desagradable con sus amigos. Pero aún así él lo lloró en su entierro, con el sentimiento de culpa de no poder impedir aquel suicidio.

Vero tardó un par de semanas en saberlo y, de hecho, ni le importó. Cuando colgó el teléfono después de recibir la noticia, suspiró tranquila y aliviada, mientras el chico que estaba tomando café con ella la miraba extrañado.

Mun, the Goshtly Doll


Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

miércoles, septiembre 27, 2006

Molino

Molino, que en tus aspas
silenciosas abrazas
el recuerdo de mis años
que duermen en tu vientre,
esas vacaciones de antaño...

Molino, ventila de mi mente
los cuervos que me atan
y súbeme a tus aspas
para volar en el sueño
de la niña que fui, un recuerdo
que viene arrastrado
por la playa borrosa,
como un náufrago desamparado...

Molino, que en tus aspas
silenciosas cantas
los secretos de esa vida
que bailaba con la inocencia,
devuélveme el blancor
qe los ojos diáfanos en candor
y de los juegos en el bosque,
donde todos nuestros cuentos
se esconden.

Mun, the Windmill Doll



Windmill, windmill for the land, turn forever hand in hand...


Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

domingo, septiembre 24, 2006

Déjame



Déjame ahogar con mis manos

las penas que oprimen tu corazón,

para convertirlas en sonrisas

y hacer tu rostro brillar de amor.



Déjame raptarte para llevarte

a un lugar donde dos calles se cruzan,

donde los sueños por fin se escuchan,

donde el cielo empieza en el suelo.



Déjame mostrarte la vida

por el lado que ríe la alegría,

devolverte tus alas de ángel

lavadas de toda su sangre.



Tú y yo, solos en este laberinto;

tú y yo, ángeles desterrados

que añoran el cielo,

podemos escapar hacia un mundo distinto,

y volveremos a ser niños.



Voy a coronarte con una garlanda

hecha de flores de amaranto,

voy a llenarte las mejillas

de poesía escrita con caricias.

Le regalaré a tus oídos

canciones sobre humanos y elfos.



Y repararé tu sonrisa,

iluminaré de nuevo tus ojos...

si me dejas bucear en tu alma

para encontrar tu corazón,

herido de cruel abominación.

En mi pecho lo llevaré,

por siempre jamás,

sellado con un embrujo y un beso.



Déjame dormirme

bajo la magia de tu mirada;

llévame de la mano

por las sombras de la madrugada.


Mun, the Romantic Doll

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

sábado, septiembre 23, 2006

Mi dulce pesadilla



Anoche creé mi dulce pesadilla
sobre las sábanas calladas,
porque una vez más
viniste como una infame melodía
a atormentar mi soledad acomodada.

Anoche creé mi dulce pesadilla;
te imaginé sobre la almohada
besando y acariciando a un fantasma,
cuya piel me sabía a la tuya,
cuya voz adormecía mi penumbra.

Anoche inventé mi dulce pesadilla
con la añoranza de tu cuerpo;
creí abrazarte tan fuerte
que te sentía dentro de mí;
en tu calor creía morir.

Anoche dormí con mi dulce pesadilla,
que me castigó con lágrimas heladas;
los azotes de tu ausencia,
la sangre de tu presencia apagada.
Y entonces me desperté
envuelta en mi dolor,
envuelta en mi sudor,
en medio de un grito.

Mun, the Sweet Nightmare Doll

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

viernes, septiembre 22, 2006

La última respuesta

Mientras veía mi sangre brotar salvajemente por las heridas que ese sádico me había abierto durante toda aquella paliza, esa danza enferma y violenta, sentía que lo que más me dolía no era nada físico... Al igual que otros muchos de mi raza estaba condenado a acabar así en este país, así que toda aquella tortura no me sorprendía, pero no por ello dejaba de herirme. Y es que yo me negaba a acabar así, ya que me considero alguien fuerte, lleno de valor, de orgullo, capaz de poder llegar hasta donde yo quiera, sin que nadie escribiera el guión de mi vida por mí, porque siempre he querido sujetar la pluma yo.

Moribundo, en el suelo, miraba con odio el charco de sangre que se había formado debajo de mí. Todo me temblaba, todo me daba vueltas y yo no recordaba ni cómo me llamaba... Lo único que cruzó mi campo de visión carmesí era él, mirándome con indiferencia infinita, glorificándose de poder matarme, de tener en sus funestas manos el botón que decide el número de segundos en los que mi vida callaría para siempre.

Pero a mí me quedaba aún un pequeño aliento de vida, espoleado por el orgullo que me impedía poner ese fin a mi vida. Y por las almas de mis compañeros, que se evaporaron a manos de criminales como ése. Sólo porque nacimos distintos. Ese fue nuestro crimen.

Pero aunque seamos distintos, también tenemos sentimientos como los suyos. La venganza y el deseo de vivir hierven en nuestra sangre orgullosa, y es lo que nos hace responder a vuestra barbaridad. Y vosotros, hipócritas, decís que los sádicos somos nosotros...

Podéis decir que sólo soy un simple salvaje que se lo merecía, y que mi naturaleza me obliga a reaccionar así y que por eso merezco que me sacrifiquen... Pero yo lo que hice fue un último esfuerzo por conservar mi vida, y hacerle entender en su propio idioma a mi verdugo lo que él estaba haciendo conmigo y con mis semejantes.

Para eso sirvió el poco aliento de vida que tambaleaba por mis venas. Para levantarme tembloroso del suelo y darle al verdadero animal su premio con mi poderosa asta. Justo. En el estómago, perforando su estúpido traje de luces y su carne, tan sensible como la mía. Y por primera vez en toda la tarde la capea entera estalló en gritos de horror.

Mun, the Fighting Doll



Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

miércoles, septiembre 20, 2006

El primer amor

Siempre se había imaginado al amor como una visita inesperada, para la que hay que estar preparado en todo momento y así hacerle un recibimiento digno. Era una sensación comparable a la muerte en ese sentido, y así pudo comprobarlo aquel día, pues en aquel instante todo lo que lo atañía murió: el tiempo, sus ideas, su lógica, su ser.

Era aún muy joven cuando lo conoció, pero aquello no le impidió entender que el dulce dolor que empezaba a sentir era el flechazo del travieso Eros. Y no sólo se le rompió el corazón en su interior, sino también sus pensamientos y los esquemas que él ya había trazado sobre bases sólidas. Y es que él no esperaba que aquella visita tuviera forma de hombre; esperaba que se manifestara en el sexo contrario. Pero aquella belleza superaba cualquier inclinación sexual.

Sí; era una criatura tan sublime y perfecta que era imposible contemplarla sin sentir la magia que desprendía. Una magia transmitida por el perfume que irradiaban sus brillantes e hipnóticos ojos verdes, su sonrisa de marfil tallado con la delicada habilidad del que talla diamantes, sus cabellos ondulados y negros como una noche de amor eterna y sus suaves y vigorosas formas sin falla alguna. La demente sensualidad de aquel joven sobrenatural quedaba gravemente acentuada por la humedad del agua cristalina que lo envolvía, haciéndolo más deseable aún para el muchacho que lo observaba absorto.

Se quedó allí tumbado boca abajo, con los ojos fijos en él, con su alma bailando al son del delicioso hechizo al que aquel semidiós le había sometido. Su mirada se incendiaba a medida que pasaba las horas bebiendo sorbo a sorbo aquella imagen arrebatadora y provocativa.

Y fue al final de todo, cuando la pasión fue más fuerte que la cordura y la mera fascinación, cuando pasó. El chico se abalanzó contra su primer y único amor, para hacerlo suyo en un acto impulsado no sólo por los instintos, sino también por la soledad de su alma, pero lo que consiguió fue perderse en aquellas heladas aguas, sin saber nadar ni respirar con branquias, tan solo como había vivido. Ni siquiera supo apreciar la única compañía que tuvo en el último instante de su vida, que fue el amargo grito de Eco:
—¡Narciso!

Mun, the Doll in love



Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.