martes, octubre 30, 2007

Odisea























–¿Por qué el mar es azul? –preguntó Nausícaa mientras sus ojos se sumergían en las olas.
Si existiera alguna persona con voz de sirena, ésta sería Nausícaa. Ulises utilizaba La Odisea de Homero para esquivar la hipnótica mirada turquesa de la muchacha. Pero ante la voz de ella, no se pudo resistir a responder.
–N-no sé… –balbució– Creo que es porque refleja el cielo… o algo así.
–Eso es una leyenda urbana. El mar en sí es azul.
Ulises procuraba mantener la vista en las líneas del libro, que se tambaleaban junto al traqueteo del tren. Odiaba estar en aquellos asientos que no sólo te obligaban a ir de espaldas, sino a estar sentado cara a cara con un desconocido. Y es que no había algo más incómodo que buscar un lugar donde posar los ojos que no fuera la persona de delante. Mucha gente se toma las miradas como un desafío, otras como una invasión y otras como un indicio de acoso. Y en esta ocasión, el invadido/desafiado/acosado era él.

Hacía más de una hora que se habían subido en el tren, tras dos tediosas horas de autocar desde la estación de Sants. No lo quería admitir por temor a resultar un engreído para sí mismo, pero había jurado ver a esa chica apartar a la gente para asegurarse un asiento a su lado. Y cuando se subieron en el tren, la casualidad quiso que ella compartiera el asiento opuesto al de él. Aunque tenía dudas sobre si era el que le correspondía.
–Entonces, ¿por qué el mar es azul?
Esta vez, Nausícaa le había golpeado la rodilla, exigiendo una nueva respuesta. Y él tuvo que mirarla de nuevo. Aquel luminoso rostro aniñado y aquella bonita silueta habrían bastado para que cualquier hombre dejara la lectura de lado y se perdiera en su escote. Sin embargo, a Ulises le había llamado la atención lo bien que le sentaba aquella boina en su ondulada melena azabache, y el aspecto de marinera que le daba ese jersey a rayas rojas y blancas.
–¿No me vas a responder?
Ulises no estaba para impartir clases de ciencia. Ni siquiera para cortejar a una linda jovencita. Sólo quería llegar a casa.
–Mira, no estoy para eso. Estoy hecho polvo porque llevo tres horas de viaje, y las que nos quedan. Encima estoy cabreado porque me he enterado de que no nos devuelven el billete. Y tengo hambre y sueño. Y sólo quiero llegar a casa para cenar e irme a la cama pronto.
–Pero si hablamos, el viaje se hará más ameno, ¿no crees?
–Bueno, pero yo ya estoy con mi libro. Hay más pasajeros en el tren, si quieres.
Pero el resto de viajeros dormía. Y Nausícaa se había fijado en Ulises. Cualquiera de sus amigas le preguntaría qué había visto en un cuarentón soso y fofo, que ni tan sólo tenía la elegancia suficiente para llevar aquel traje. Y ella respondería que era el único que se dignó a ayudarla a subir una maleta que pesaba más que ella. Y que le atraía su mirada tímida e inocente, en desacorde con el resto de su aspecto.

Entonces la chica sacó un cuaderno de su bolso y un lápiz. Y con los ojos sumergidos en el mar que pasaba ante ellos en rápidas diapositivas, se puso a dibujar. Su lápiz hacía de él una fotografía perfecta, y Ulises no podía concentrar de nuevo su mirada en la lectura. Se encontraba hipnotizado por la danza del carbón sobre el papel, en el que trazaba unas olas perfectas que parecían moverse con vida propia. Sólo reaccionó cuando Nausícaa guardó el lápiz y sacó un crayón lila.
–Pero si el mar es azul…
–Bueno, no me has dado ningún motivo para ello. Y me gustaría ver un mar lila.
Antes de proseguir con la coloración de su obra, la muchacha escrutó a Ulises de nuevo con una sonrisa entre dulce y enigmática. Y de nuevo, aquellos ojos turquesa que le anulaban toda capacidad de pensamiento y habla. Y de nuevo, Ulises calló.

Ahora era el crayón el que bailaba una pieza de luces y sombras sobre el mar dibujado. Y él intentaba comprender qué quería comunicar la muchacha mediante ese paisaje inventado. Pero, ¿cómo iba a hacerlo, si ni él mismo sabía por qué el mar era azul? Como si leyera sus pensamientos, Nausícaa le respondía:
–En el mundo ya tenemos muchas normas que aceptar. El mar es azul y la hierba es verde. Y por mucho que nos empeñemos, no podemos cambiarlo. Sin embargo, en el arte somos dueños de nuestras normas y de los mundos que creamos. Y si yo creara un planeta, haría un mar violeta, porque es mi color favorito. El lila es el color de la magia, y un elemento tan lleno de misticismo como el mar, no puede tener otro color. Al menos, para mí.
Ulises la continuó contemplando mientras pintaba. Cuando acabó, Nausícaa le entregó la lámina.
–¿Para mí?
–Claro.
–¿Pero por qué?
–No sé. Me apetecía hacerte un regalo. Me has caído muy bien.
Ulises la cogió y la miró. A pesar de los colores, era un dibujo casi tan preciso como una fotografía. Lo dobló en dos y lo guardó en su maletín, junto con las actas de la reunión que había tenido ese fin de semana.
–Si te retratara a ti, te pintaría de marrón.
–¿Marrón por qué? –se sorprendió Ulises.
–Porque estás diluido en la tierra. Eres una abeja más del enjambre… No te lo tomes a mal, no te quiero ofender… Me refiero a que tienes una vida basada en tu empleo, y con una familia a la que dedicas el resto del tiempo. Lo sé por el traje que llevas y el anillo. No vienes de un viaje de placer, sino de negocios. Y si fuera de placer, habrías escogido otro medio sabiendo el follón que había en RENFE.
El hombre la miró embobado. ¿Qué edad tendría? ¿Diecinueve? ¿Veinte?
–¿Sabes qué? Voy a dibujarte a ti.
Acto seguido, Nausícaa le señaló el maletín al hombre y éste entendió lo que quería. Le devolvió el dibujo del mar, sobre el cual la muchacha inició una nueva danza con el lápiz. Estaba fotografiando con sus dedos a un Ulises distinto. No era un Ulises en traje sentado en el tren, sino un Ulises con la parte inferior en forma de pez, sentado a la orilla del mar. Cuando terminó el dibujo, se lo entregó de nuevo al hombre.
–¿No vas a pintarme de marrón?
Nausícaa negó con la cabeza, sin dejar de sonreír.
–El color depende de ti.
Nada más pronunciar aquella sentencia, una voz enlatada anunció por megafonía la siguiente parada. Ulises se apresuró en guardar La Odisea en el maletín y levantarse. Una hora de retraso que apenas había notado.
–¿Te vas?
–Claro, vuelvo a casa. Y tú también, ¿no?
Mientras negaba con la cabeza, le otorgó de nuevo aquella sonrisa tan peculiar.
–¿Entonces a dónde vas?
–Me quedo en el tren y visitaré más sitios. Quiero pintar mi vida de muchos colores.
–Ajá… –respondió Ulises desconcertado–– Ya nos veremos, supongo.
Se dio la vuelta, forzándose a no girarse para verla una vez más. Y se sobrecogió cuando notó la delicada mano de Nausícaa aferrarse a su chaqueta.
–¿Por qué no te quedas?
–T-tengo una familia que me espera… Mi vida… Mi trabajo…
–Pero yo podría pintarte de más colores que el marrón, si vienes a bucear conmigo…
Esta vez, Nausícaa no sonreía. Su preciosa mirada turquesa comenzaba a transformarse en agua y su sonrisa de sirena, en una mueca suplicante. Ulises le acarició la mejilla. Nácar.
–Lo siento, muchacha… Eres una chica muy interesante. Dibujas genial. Y se te ve muy inteligente. Y eres muy guapa. De verdad, eres preciosa. De las chicas más guapas que haya visto nunca. Pero me esperan en mi casa.
Con esfuerzo, Ulises abandonó el tren y tomó el autobús. Los atascos no consiguieron impacientarle, pues él continuaba en su pugna por no recordar a Nausícaa. Ni su voz de sirena, ni su dulce sonrisa enigmática. Ni el baile de sus lápices y crayones. Ni su reluciente melena azabache bajo la boina. Ni su mirada de mar. Si aquella chica tuviera algún color, sería el azul.

Tras casi cinco horas de viaje, llegó a casa. En el salón le esperaba Penélope, sentada en el sillón mientras practicaba punto de cruz. El cabello enredado en rulos que intentaban convertir lo liso en tirabuzón. La bata de guata azul desteñido. Aquellos ojos de color plomo que no sabían hablar. Y aquel abrazo mecánico, resultado de todas las esperas a las que estaba acostumbrada. Mientras la estrechaba contra sí mismo, Ulises comprendió que el gris de Penélope era el color que mejor le favorecía a su marrón.


Mun, la Duendecilla Cuentacuentos

Dibujo: Lost at Sea, de Gorjuss, en Deviantart

Dedicado con mucho cariño a Tormenta, porque que es una chica a la que admiro mucho como persona y como artista, y porque parte de la inspiración de este relato se la debo a sus escritos.

miércoles, octubre 24, 2007

Relojes























Relojes desbocados
agitados y agotados
controlan nuestra vida
cronometrada
al milímetro,
programada
hasta el último café.

(Oxígeno)

Relojes dictadores
nos atan los sentidos
a los ordenadores
y no volvemos a estar vivos
hasta más allá de las cinco.

(Dióxido)

Relojes que no dejan espacio
para acariciar bellos instantes,
para amar despacio,
para besar pequeños detalles
que nunca vemos importantes.


Mun, the Clock Doll

Dibujo: Clock Shop, de Vic Mon

viernes, octubre 19, 2007

La Bella Durmiente (V)


Como movido por un magnetismo hipnótico, se inclinó sobre ella. Apoyó las manos en ambos lados de la cama, por encima de los delicados hombros de la joven, con cuidado de no aplastar su preciosa melena. Se detuvo a diez centímetros de su rostro y su temblor se acentuó. De cerca, Aurora resultaba aún más hermosa y embrujadora. Pudo apreciar el brillo de sus cabellos soleados, la perfección de su nívea piel y el encanto de aquellos labios rosados que parecían llamarle.

Finalmente, dejó caer su boca en la de ella, al mismo tiempo que cerraba los ojos. Notó su lengua húmeda e inmóvil y la jugosidad de sus labios. El fruto prohibido del Paraíso tendría ese sabor. Bajó las manos hasta los hombros de la chica, sujetándolos con la misma delicadeza con la que uno sujetaría una muñeca de cristal. Y a medida que deslizaba sus labios por los de ella, creyó estar entrando en el cielo.

Tan sumido estaba en el beso que no se percató de la puerta abrirse, de las zancadas frenéticas que iban hacia él, ni de los jadeos agitados a su espalda. Sólo se percató de aquella mano (tal vez una garra) enfurecida que lo asió por la nuca y tiró de él hasta separarle de Aurora y arrojarle al suelo.

Al levantar la vista, lo vio. El enfermero.

La expresión iracunda del hombre era análoga al dragón de acero que usaba de colgante y que se sacudía al ritmo de su respiración. El restallido de sus dientes hizo que Felipe temiera una bocanada de fuego. De hecho, lo que salió de sus fauces fue algo similar:
–Puto cerdo de mierda. Ya sabía yo que no eras de fiar. Como te vuelva a ver por aquí te juro que te mato a hostias.
Cuando Felipe se incorporó, sin salir aún de su asombro, el enfermero lo agarró de la solapa y lo llevó casi a rastras hasta la puerta de la habitación. Luego se la cerró en las narices, no sin antes escupirle lleno de odio:
–Que no te vuelva a ver por aquí nunca más, hijo de puta.

El chico no se atrevió a entrar. Se marchó del hospital con la derrota pesándole en la cabeza. Y nunca supo si fue una alucinación, pero detrás de la cavernosa voz del enfermero le pareció oír un dulce gruñido, similar al de una niña que despierta de una pesadilla.

Felipe no volvió nunca más al hospital. No se atrevía a enfrentarse de nuevo al enfermero. A veces se culpaba por ser un cobarde, para después recordarse a sí mismo que no era ningún príncipe. Cada día que pasaba, el beso con Aurora se convertía en un recuerdo cada vez más vergonzoso. Se dio cuenta de la magnitud de lo que había hecho. Muchas mañanas se levantaba temeroso de tener que desayunar una denuncia por abuso.

Pasó el verano, del cual disfrutó un par de semanas junto a su padre, y llegaron los primeros fríos. No obstante, el chico había notado el frío en su alma desde su último encuentro con Aurora. A menudo visitaba a su abuela en el cementerio y pasaba largas horas sentado delante de la lápida, conversando mentalmente con la persona a la que más había querido en su vida. Le envolvía una soledad pacífica. En el cementerio, no había enfermeros. En los cementerios no había nadie. La gente no tiene tiempo para los que ya no están.

Y una tarde, cuando se dirigía a la tumba de su abuela, le pareció ver un ángel. Estaba de espaldas, arrodillado ante la lápida y depositando en ella un ramo de orquídeas. Llevaba un bonito vestido azul celeste y abundantes ondas de luz caían sobre sus hombros y espalda.
–¿Aurora?
La joven se levantó y se giró, sorprendida. Tenía unos ojos enormes, de un azul casi transparente, con el perfecto marco de sus pestañas rizadas y espesas. Parecían dos lagos de agua pura, cálida y brillante. Cualquiera que la mirara sentía impulso de zambullirse en ellos. Eran unos ojos preciosos, en armonía con el resto de una princesa como ella. Y Felipe agachó la cabeza decepcionado, porque no vio en ellos ni una leve señal de reconocimiento.

FIN


Mun, the Sleeping Doll

Fotografía: Sleeping Beauty, de Angel Demonn

Este cuento cuento va dedicado a mi muy querida Loth, en homenaje a su serie Cuentos Cruentos, que tanto me fascinaron y tantas veces he releído. Un abrazo muy fuerte, sis.

jueves, octubre 18, 2007

Los nuevos secretos de la rosa

¡Hola de nuevo, lectores!
Os doy la bienvenida a mi nuevo rosal. Como podéis ver, Loth ha hecho un trabajo fabuloso, y desde aquí quiero dar un cariñoso abrazo a una chica cuyo valor como artista y sobre todo como persona no se puede calcular.

El final de La Bella Durmiente está en camino. Siento si tardo, pero lo que más me cuesta de un cuento es hacer el final.

Y como no os habéis quejado mucho, un beso a todos :P

miércoles, octubre 17, 2007

Enderezando el rosal

¡Hola, lectores!
Disculpad si en unos días el blog anda algo "desastroso", pero mi querida Loth se ha ofrecido a regarme el rosal para que esté bien bonito. Así os despistáis con el diseño y no reparáis en la mala calidad de mis escritos :P

Estoy preparando el final de La Bella Durmiente, muy pronto lo podréis leer.

Disculpad las molestias.

Al que menos se queje le daré un beso,
Mun Light Doll

lunes, octubre 15, 2007

La Bella Durmiente (IV)


















A la mañana siguiente, Felipe tuvo que aceptar las normas. Una vez más. Las aprendió poco antes de cumplir los seis años, cuando su padre, entre lágrimas, le dijo que mamá “se había ido”. Un eufemismo que se derrumbó como una pared de cartón cuando pronto descubrió que la vida no es eterna.

Hacía un par de años, tuvo que aceptarlas de nuevo, cuando su abuelo cedió ante el dictado del tiempo. Y lo mismo había sucedido la noche anterior con su abuela. Para la salud, ochenta y siete años son demasiados.

Sin embargo, para Felipe, eran muy pocos. Su abuela había sido como una madre para él, ya que ella se había dedicado a criarlo desde niño cuando su padre no estaba en casa (y esto sucedía la mayor parte del tiempo). Ahora que ella se había ido, se sentía como un náufrago a la deriva.

Fue un funeral íntimo y sencillo. El cura, Felipe, su padre y las tías que sólo aparecen en Navidad, bodas y ocasiones como aquélla. Durante toda la ceremonia, el muchacho deseó con fervor que el estado de su abuela fuera sólo un coma o interrogante, más que un punto y final. Pero la muerte nunca concede prórrogas.

Tras el entierro, vino el ritual de pésames, despedidas e inciertas promesas de invitaciones a comer. Y después, cada uno regresaba a su vida cotidiana hasta la siguiente ceremonia familiar.

De camino a casa, el padre de Felipe le repitió un discurso similar al de otras tantas veces:
–Felipe, sabes que no hay cosa que me guste más que pasar unos días contigo, pero no puedo. Mi avión sale dentro de dos horas, así que nada más dejarte en casa me tendré que ir corriendo. Sabes que tengo que trabajar para que puedas comer y la pega es ésa, que en mi trabajo siempre tengo que estar para arriba y para abajo. Me encantaría que vinieras, pero no puedo. Pero te prometo que este verano vendré y estaré todo el tiempo que quieras contigo y te llevaré a muchos sitios, ¿vale? Va, no estés así, hombre. Sé cómo te sientes; yo también quería mucho a la abuela, y ella te ha criado desde pequeño, pero ya tienes dieciocho años, ¿no? Eres ya un hombre. Y un hombre como tú sabe cuidarse, ¿verdad? Felipe, mírame… ¿verdad que vas a saber cuidarte? Ése es mi chico. Cómo te quiero.

En casa, Felipe notaba constantemente un hueco muy grande que tenía la forma de su abuela. En más de una ocasión, le parecía oír su tierna voz apergaminada, o entrever su delgada silueta en cualquier rincón de la casa. Y a menudo, en su cerebro se repetía la última imagen que tenía de ella: postrada en un ataúd de pino, acolchada entre decenas de orquídeas, con ese vestido verde que tanto la favorecía y con sus dulces ojos y su cariñosa sonrisa cerrados para siempre. Cuando esto sucedía, el muchacho estallaba en lágrimas y sentía sobre los hombros el fantasma de la soledad. Y al evocar la extraña paz que transmitía su abuela en su sueño eterno, recordó a la única persona que podía hacerle compañía. Y ella no la iba a dejar morir.

Cada tarde, al salir de clase, Felipe volvía al hospital. Aurora permanecía en su letargo indefinido, sin mostrar señales de evolución. El chico se sentaba a su lado y la contemplaba entre suspiros. Se dejaba inundar por su paz, bebía con los ojos la luz que desprendía y seguía intrigado con su mirada. En silencio, fantaseaba con las conversaciones que pudieran tener cuando ella despertara, así como con sus citas.

Y en algunas ocasiones, decidía mostrar su adoración de forma material. Cada tres días le traía una rosa, la flor que consideraba más acorde con su belleza y su aroma, y la depositaba entre sus dedos. Y los momentos de tener contacto con su piel habrían sido más mágicos de no ser por la mirada vigilante del enfermero, con el que coincidía en no pocas ocasiones. El mismo enfermero que le echó bruscamente de la habitación la última tarde de su abuela. Él y Felipe nunca cruzaron palabras a pesar de pasar horas en la misma habitación. El chico nunca se atrevía a hablarle, pues se sentía cohibido con aquella mirada cargada de fuego y suspicacia.

No obstante, cuando estaba a solas con Aurora, confiando en que ésta le oyera a pesar de su estado, le hablaba. Se había presentado, le había hablado de su familia, en especial de su abuela y del cariño que ésta le había cogido. Le había hablado de la música que le gustaba, le relataba las películas y libros que más le habían impactado y de lo mucho que le gustaría compartirlos con ella. Le contó sus proyectos de futuro: entrar en la carrera de Derecho e ir a cursar un año en Inglaterra. Y nunca se cansaba de confesarle las ganas que tenía de conocerla y de llevarla a conocer muchos lugares.

Y una noche, mientras le cambiaba la rosa, se quedó largo rato con las manos de la chica entre las suyas. Pudo sentir, a través de su suave tacto, cómo fluía el calor de su interior hacia él. Era una sensación que le colmaba el corazón y le iluminaba cada rincón de su ser. Entonces contempló de nuevo su plácido rostro, prestando atención a aquella boca entreabierta que exhalaba paz. Y tal vez fueron imaginaciones suyas, pero le pareció que aquella noche había una fuerza hipnótica que clamaba a sus labios.

Felipe se preguntó si podía romper el hechizo de su princesa como en los cuentos de hadas.

Continuará...


Mun, the Sleeping Doll

Fotografía: Sleeping Beauty in the Wood, de Desiderata848

miércoles, octubre 10, 2007

La Bella Durmiente (III)


















Cuando llegó a casa, fue directamente a su habitación. Ni siquiera hizo caso a los rugidos de su estómago. Dejó la cartera a un lado y sacó un cuaderno de uno de los cajones. Inmediatamente, cogió un bolígrafo y derramó sobre las cuartillas las sensaciones agolpadas en su interior. Luego, intentó convertir esas sensaciones en versos, pero se derrumbó al comprobar lo torpes que resultaban. Él sabía que no era ningún poeta, pero no pretendía serlo. Tan sólo quería expresar con palabras lo que Aurora le había inspirado. Sólo con su belleza. Sólo con la luz que desprendía. Releyó el poema y pensó, borracho de ilusión, que tal vez la joven se despertaría al oír esos versos, al saber que había alguien que la esperaba.

Al día siguiente, Felipe regresó al hospital con la esperanza renovada. Llevaba un ramo de orquídeas para su abuela, y el poema doblado en un bolsillo del pantalón.
–¡Oh, mis favoritas! –exclamó la anciana al ver las flores– Eres un solete…
El chico fue hacia los brazos de su abuela, no sin antes echar un ojo a Aurora, que continuaba dormida. La misma posición que el día anterior. La misma expresión. Como si el tiempo no hubiera pasado para ella.

La anciana estrechó a su nieto, y él percibió la fragilidad creciente de la mujer. La alegría que mostraba al admirar el ramo tropezaba con su aspecto desmejorado. Estaba más flaca, más pálida y ojerosa.
–¿Cómo estás? ¿Te han dicho algo los médicos?
–Ay, estoy mucho mejor. Dicen que saldré pronto.
Felipe se estremeció ante la cruel ironía que ocultaba la frase. No sabía si su abuela la percibía también.
–Además, ya no estoy tan solita.
El muchacho la envidió en secreto. Por poder compartir una habitación con Aurora.
–Me da penita, la pobre –prosiguió la anciana–. Me gustaría que estuviera despierta, así podríamos hablar. Ella me contaría sus cositas y yo le hablaría de las mías. De mí, de papá, de ti. Además, si estuviera despierta, podrías hablar con ella, haceros amigos, y cuando saliera podrías llevarla al cine, al baile… No tiene familia, ¿sabes? Sólo a sus padres, y murieron en el accidente. Eso sí que es una desgracia… ¿Sabes, mi niño? Me habría gustado tenerla como nieta, ¿a que es guapa? Mírala, parece una princesita hechizada...
Entonces Felipe se acercó a la cama de Aurora y se sentó en una silla. Su suave respiración emanaba paz interior y el joven se vio inundado de ella. Sí, una princesa hechizada que embrujaba con su hermosura.

Se preguntó qué clase de princesa sería. Tal vez era como las de los cuentos que su abuela le relataba cuando era niño: dulce y bondadosa, con una sonrisa a flor de labios. O tal vez era una princesa como muchas que se había cruzado en su vida: egocéntrica y caprichosa, con el desdén a flor de ojos.

Los ojos de Aurora. El misterio sobre ellos le volvió a asaltar.

“A lo mejor, si escucha lo que le he escrito…”

Con las manos temblorosas, extrajo del bolsillo el papel doblado en cuatro.
–¡Oh, le has escrito una carta! –se maravilló su abuela con entusiasmo.
Con una torpeza adorable, causada por el nerviosismo, Felipe recitó sus versos, atento a cualquier posible reacción de la chica. Sin embargo, ella permanecía en su estado inalterable hasta el final del poema. La única que reaccionó fue su abuela:
–¡Te ha quedado precioso! –replicó emocionada– Seguro que le ha encantado. ¿Pero cómo es que te ha inspirado alguien que no conoces, tesoro?
–Lo sé, abuela, es ridículo –reconoció el chico, algo avergonzado y triste–. Pero cuando me fui a casa, me sentí así. Ojalá me oyera y supiera que la quiero conocer. Además, me parece injusto que la vida se detenga para alguien tan joven.
Se guardó el papel y volvió a la cama de la anciana. Ésta le recibió de nuevo entre sus brazos.
–No te preocupes, cielo. Sabes que está dormida, en un hechizo muy difícil de deshacer. Pero seguro que lo ha oído y le ha gustado mucho, aunque no pueda decírtelo ahora mismo. Seguro que ese poema ha entrado en sus sueños. Seguro que ha oído esa voz tan preciosa que tienes y en su interior está luchando para despertarse para…
La voz se le quebró en un violento ataque de tos. Se separó de su nieto, mientras luchaba por respirar. Palpó con la mano la cabecera de la cama hasta pulsar un botón. Felipe se sentía bloqueado. No sabía qué hacer. La impotencia le impedía hasta llorar.

Apareció un enfermero alto y corpulento, de rostro pétreo. Tenía la piel rojiza y escamosa, como si se hubiera excedido con el sol. A Felipe le llamó la atención el colgante que le tintineaba en el pecho con cada movimiento. Un dragón de acero enroscado sobre sí mismo, en ademán fiero. El hombre se acercó raudo a la abuela, no sin antes apartar a Felipe de un leve pero rudo empujón.
–Aparta –le escupió con una voz que parecía el eco de muchas noches de alcohol.
–Mi abuela…
–¡Estás molestando, chaval!
Ante el taladro de aquellos ojos flamígeros, el muchacho huyó hacia la sala de espera. Se sentó en una de las butacas y apoyó la cabeza entre las manos. Notaba cómo el latido desbocado de su corazón se propagaba por las sienes. Por cada vena del cuerpo. Intentaba calmarse con una repetida súplica que sólo lograba espolear sus nervios.

“Que no sea nada. Porfavorporfavorporfavor…”.


Mun, the Sleeping Doll

Fotografía: Sleeping Beauty, de Vampbabe

domingo, octubre 07, 2007

La Bella Durmiente (II)














Le costó varios segundos percatarse de que la compañera de habitación de su abuela era humana. En la cama contigua a la de anciana, dormía plácidamente una joven que no debía sobrepasar los veinte años. Sus abundantes ondas rubias se esparcían por la almohada como un océano de luz. Sus labios rosados y pulposos, entreabiertos, exhalaban aire al ritmo de su pecho adolescente, a juego con su delgado cuerpo, de curvas discretas.

Tras recuperarse de su parálisis, Felipe se acercó a examinarla mejor. Una piel nacarada y perfecta, sin una sola imperfección. Un rostro aniñado y hermoso. ¿Seguro que no era un ángel?
–¿Es guapa, verdad? –dijo su abuela con un guiño cómplice.
El chico no respondió. Estaba absorto en su contemplación, y se preguntó cómo sería la mirada que ocultaban esos párpados cerrados, perfilados por unas pestañas espesas y rizadas. Se imaginaba unos grandes ojos claros, casi transparentes, que lo mirarían con dulzura al despertar mientras le sonreía y le preguntaba su nombre.
–Se llama Aurora –añadió la anciana.
“Un nombre muy apropiado”, advirtió Felipe.
–Felipe, tesoro… ¿No vienes a darme un beso? –se quejó su abuela, con un tono casi infantil.
Como si acabase de despertar de un sueño, el chico fue hasta su abuela y la abrazó. La notó más flaca que el día anterior, y tuvo la sensación de estar abrazando a un ser de aire. Después le relató el informe diario sobre cómo había ido en clase, los exámenes que había hecho y lo bien que se estaba preparando para la selectividad. La anciana le respondía con una sonrisa que no se correspondía con sus ojos tristes. Le decía, agarrándose las lágrimas con los párpados muy abiertos, que se encontraba cada día mejor (dulce mentira que cada día su nieto creía menos). Luego le intentaba animar diciendo que su padre volvería este verano, que lo llevaría a pescar, a nadar a la playa y a recuperar los eternos meses que no habían pasado juntos.

En días anteriores, Felipe reaccionaba mordiéndose el labio inferior, en un vano intento de impedir el paso al llanto. No obstante, ese día fue diferente. Sus ojos estaban pegados a Aurora, atentos al momento en que despertara.
–No creo que despierte dentro de un rato. De hecho, es posible que no despierte nunca.
Aquella frase le sentó como un puñetazo en el estómago.
–¿¿Pero por qué??
–Está en coma, mi niño. Tuvo un accidente el año pasado y se ha recuperado de todas las heridas, pero se quedó en coma y aún no ha despertado.
Felipe calló. Todo su cuerpo estaba paralizado, sentado en la cama de su abuela. Sus ojos seguían clavados en la preciosa Aurora. “Es bella, bella, bella…”, se repetía el muchacho. Un coma es una incógnita; más que coma debería llamarse interrogante, porque nunca se sabe cuánto durará esa pausa de la vida. Quizás, mientras el chico discurría sobre el fin del sueño de Aurora, ésta abría los ojos y él conocía su color y su expresión. Quizás se la encontraría despierta al día siguiente, o quizás el mes que viene. Quizás no abriría nunca los ojos. Y este último pensamiento le provocó un escalofrío a Felipe que le recorrió toda la columna vertebral.
–No te pongas triste, tesorito –le consoló su abuela–. A lo mejor se despierta. Dicen que las personas en coma siguen oyendo a los que están cerca. Así que es posible que nos esté oyendo. A lo mejor le gustaría conocerte –sugirió, con un leve rubor en sus apergaminadas mejillas–, y entonces se despertará.

Felipe tenía claro que no moriría sin conocer el color de la mirada de aquel ángel en el purgatorio.

Continuará...

Mun, the Sleeping Doll

Imagen: Sleeping Beauty, de Foxfires

martes, octubre 02, 2007

La Bella Durmiente (I)


















Cuando en clase de religión le hablaban del cielo, el infierno y el purgatorio, Felipe se imaginaba a éste último en forma de hospital. Sobre todo desde que ingresaron a su abuela allí. En aquella habitación que se le antojaba como la antesala a la muerte.

“Se pondrá bien pronto”. La experiencia anterior con su abuelo le demostró que esa frase prefabricada no era más que un analgésico que mitigaba lo inevitable.

Y sin embargo, procuraba engullirse ese analgésico, junto a sus lágrimas, una tarde más, mientras se dirigía a aquel purgatorio. Una dimensión aparte, poblada de batas blancas, paredes inmaculadas envejecidas y un nauseabundo olor a antiséptico. Y en aquella habitación, la esperanza de Felipe se apagaba junto a la vida de su abuela, en cuyo rostro se encendía con esfuerzo una sonrisa.
–Hoy me traen una compañera de habitación, hijito –le dijo por teléfono a la hora de comer, mientras intentaba sonar contenta–. Al menos no estaré tan solita cuando tú estés en el colegio.

Aquella tarde, antes de entrar en la habitación, al coger el pomo, notaba algo distinto en aquel nauseabundo olor a antiséptico. Un ligero perfume a rosas jóvenes le acariciaba despacio e iba aumentando su intensidad a medida que abría la puerta.

Cuando entró, Felipe comprendió que los ángeles también vivían en el purgatorio.


Mun, the Sleeping Doll

Continuará...

Fotografía: The Sleeping Beauty, de Alexia Bleedel