martes, noviembre 27, 2007

El trabajo (V)


No me detuve a preguntarle cómo se encontraba. Me subí al coche, lo puse en marcha y me lancé de nuevo a la carretera. Nunca me ha gustado correr más de lo necesario; suelo ser de los que van a una velocidad moderada y se dejan envolver por el paisaje, aunque sea el mismo de cada día. Me encanta apreciar cada detalle, desde una casita lejana hasta el sinuoso recorrido de un riachuelo anónimo. Me encanta apreciar cómo cambian estos pequeños detalles del paisaje si los baña el intenso sol de mediodía o la luz anaranjada del atardecer. Sin embargo, aquella vez no había tiempo para nada de eso. Aquella vez me sorprendí reventando los límites de velocidad.

A mi lado, Eva se arqueaba como si una aguja invisible le torturara la espalda. Gemía intentando esconder el dolor que sentía, mientras yo reunía todos los posibles para ir más rápido. Cuando entramos en la ciudad, pareció calmarse, y se quedó relajada, con la cabeza hacia atrás y los ojos entornados, mientras respiraba hondo. Tan hondo, que parecía robar todo el aire para ella.
–No me lleves al hospital ––suplicó en un hilo de voz.
–¡Pero, Eva, que te estás muriendo!
–No me van a querer curar… Aquí sólo hay hospitales para humanos… Y a mí no me querrán curar… Si en el resto del año no lo harían, hoy menos… Vamos a tu casa, Abel, por favor...
Eva conocía mi profesión casi mejor que yo. Y sabía que los cazadores de demonios tenemos en nuestras casas los medios para curar a los seres como ella. A veces los necesitamos bien vivos para interrogarles. Y yo, en aquella ocasión, la quería viva. Sin condiciones. Y sabía por qué, aunque me negara a reconocerlo.

La tumbé boca abajo en mi cama y le desabroché el vestido. Bajo la cremallera, descubrí dos secretos que me hicieron temblar, cargado de emociones que ahora no sabría explicar. El primero era que no había herida; sólo sangre seca. El segundo, era un diminuto cuadrado de tela recortado, enganchado a la cremallera. Cuando lo examiné, me di cuenta de que pertenecía a uno de mis pijamas; el que había usado Eva para dormir. Me estremecí.
–¿Tengo mal aspecto? –preguntó ella, con un inusual tono preocupado–. Me gustaría verme la herida, pero sabes que no puedo...
–Tranquila, está bien… Está mejor de lo que pensaba… ––farfullé mientras le limpiaba la espalda, asombrado. Su piel continuaba muy fría, pero lo podía aguantar.
–No lo sé, no me duele nada. A mí nunca me duele nada, hasta hace un rato. Era una sensación insoportable, pero me gustaba, porque era como ser humana por unos segundos…
–Eva, no te duele nada porque está cerrada la herida. ¿Es que puedes regenerarte instantáneamente?
–No... pero debe ser cosa de Gaia, que corrige todas las alteraciones que se hacen en el Día del Equilibrio. Todas…
Se incorporó despacio, con el vestido desabrochado. Y su espalda irguiéndose curvada me resultaba graciosa, como la de un animal que se despereza. Luego, se quedó sentada sobre la cama, con los dedos del pie rozando mi cadera.
–Qué decepción –agregó–. Yo quería ser uno de vosotros.
–¿Uno de nosotros?
–Sí. Ya te dije que hacer del pecado una vida normal se acaba convirtiendo en aburrido. Cuando lo prohibido se convierte en norma, ya no divierte. Y quise probar otra vida, algo que me llenara más. Os observaba a los humanos, cómo sufrís y disfrutáis de cosas que a mí me resultaban indiferentes. Hasta que las probé. Tenéis comidas muy ricas, como los cruasanes que me has dado esta mañana o un tazón de chocolate caliente que me preparé en tu casa, antes de que vinieras. Me gusta ir al cine y vivir lo que contáis en las películas, saltar en los conciertos de rock, visitar sitios como el Acantilado de los Ángeles, ir a los museos a ver cuadros, aunque no me guste cómo retratáis a los demonios, porque no nos parecemos en nada, como ya ves… Me encantan vuestras novelas, tanto las de ahora como las antiguas, y la poesía. Creo que incluso disfruto más de todo eso que vosotros, porque yo lo disfruto como si fuera una primera vez, cuando para vosotros es algo normal… Y aún me perseguís por ser un demonio… Supongo que me lo merezco, en el fondo, porque por mucho que la mona se vista de seda…
Mientras hablaba, mis ojos se caían en su leve sonrisa, que parecía estar luchando contra la máscara invisible de su rostro. Me fijé en sus dientes menudos, perfectamente alineados, que se confundían con sus finos labios.
–El otro día me puse triste, porque estaba en la discoteca… me gusta bailar, también… y estaba en el baño y había una chica. No era muy guapa, pero se miraba al espejo y sonreía encantada… Se pintaba los labios y parecía estar contenta con cómo le quedaban. Tenía los ojos muy negros… y le brillaban mucho… Entonces me di cuenta que yo nunca podré saber cómo me quedaría un pintalabios… Sé que soy albina y muy delgada, porque me veo el cuerpo, y sé que tengo el pelo muy largo y liso y blanco, porque me lo veo, aunque me lo peine a ciegas… Pero no sé cómo es mi rostro, ni cómo sonrío… ¿Sabes? No sé que me pasa últimamente, pero desde que vivo en la Tierra, sonrío a veces, me doy cuenta… Pero no lo hago voluntariamente, sólo cuando siento… El primer día que te vi salías de la agencia y tropezabas con una baldosa levantada. Me pareciste muy guapo, y estabas muy mono cuando te levantaste y te sacudiste la ropa. Mirabas a todos lados, rojo, rojo, rojo, y pensabas que nadie te vio, pero yo sí y allí fue cuando me fijé en ti. Y sonreía, pero no lo sabía. Sonreía como ahora, y todavía no sé cómo es mi sonrisa.
Aún creo que fueron imaginaciones mías, pero Eva brillaba. Como ya dije antes, su piel contrastaba con la penumbra de mi cuarto y resaltaba como si fuera una luna llena. Pero emitía un resplandor cálido. Y lo que más brillaba de ella eran sus ojos, que parecían volverse agua que goteaban por sus mejillas. Casi activado por un resorte, me saqué un pañuelo del pantalón y le sequé la mejilla.
–Es sangre lo que lloro, lo sé… Y eso mancha, no como las lágrimas vuestras. Os envidio en eso. Límpiame bien, que no quiero mancharte la cama.
–No digas bobadas, Eva. Sólo que para una vez que te veo emocionarte, no me gusta verte llorar.
Me quedé con la mano sobre su mejilla, absorto. Su piel era caliente. Temperatura corporal de 36 grados. O si no eran 36 grados, estaba cerca. Sin salir de mi asombro, recorrí su rostro con la yema de mis dedos, comprobando que el calor salía de cada poro. Ella se quedó seria y muy quieta, esperando alguna reacción mía. Cuando aparté la mano, sentí la suya sobre mi mejilla, para luego hacer en mi cara el mismo recorrido que yo hice en la suya. Finalmente, su mano acabó en mi nuca, y mientras su rostro se acercaba el mío, me sentí como si me pasearan el fruto prohibido por los labios.

Ya sé que muchos esperabais a esta parte de la historia, y muchos diréis que se veía venir. Y estoy de acuerdo con vosotros; era inevitable. Lo supe desde el momento en que la vi tendida en mi cama, viendo aquella película porno. También os quejaréis de que no se alargara el momento hasta la noche, pero las cosas pasan cuando han de pasar.

Pues sí. Sucedió.

Seguramente esperéis que os lo cuente todo con pelos y señales, y siento decepcionaros, pero no soy esa clase de hombre. Pero sí os diré que era como hacer el amor con alguien por primera vez. Yo nunca me había acostado con un demonio, y Eva, según me dijo después, había practicado el sexo muchas veces, pero nunca había hecho el amor.

Después, cuando ella se derrumbó sobre mi cuerpo, me adormilé pensando en que había infringido el Día del Equilibrio, y en las consecuencias que eso traería. También pensé que había caído en su telaraña y que me devoraría el alma. “Ella era tu trabajo, Abel”, se lamentó mi conciencia mientras se difuminaba en el sueño. “Llevabas detrás de ella un mes y cuando consigues atraparla, te dejas atrapar tú. Eres gilipollas, cuando despiertes, si Gaia no te ha destruido, habrá sido ella quien se habrá comido tu alma."

Y sin embargo, al despertar, que sería bien entrada la tarde, no había pasado nada.

Estaba solo en la cama, como tantas mañanas que había despertado en ella. Sobresaltado por unos dulces sollozos, me levanté, para encontrarme a Eva de pie delante del espejo de mi armario, tan desnuda como en nuestro encuentro amoroso. Con la boca entre las manos, sus ojos escarlata se deshacían en lágrimas saladas y transparentes, al mismo tiempo que se examinaba. Luego se giró y me miró, con el rostro empapado y radiante, mientras susurraba:
–Nunca me imaginé que tendría esta carita de japonesa.

FIN

Mun, the Humanized Doll

Dibujo: Lilith, de Silvair

miércoles, noviembre 21, 2007

El trabajo (IV)


Si conocierais a Caín, tardarías tiempo en daros cuenta de que es humano. Su grotesca figura encorvada y su mirada sombría en perpetua hostilidad hacían pensar que era un diablo. Pero era un cazador de demonios como yo. Bueno, como yo no. Él y yo teníamos un sentido de la justicia distinto, como me demostró una vez más en el Acantilado de los Ángeles Caídos.

Caín me apuntaba con su pistola de luz. Su gigantesca boca se deformaba en una risa monstruosa que aplaudía su victoria. Yo me preocupaba por tumbar a Eva en el suelo, lejos del precipicio, y por ahogar un inexplicable dolor que emergía en el centro de mi pecho.
–Eso, muy bien, déjamela aquí que mañana la cobraré –se burló sin dejar de reír.
–Eres un cabrón.
Apenas me salía la voz. Ni las lágrimas. Y tanto mejor, porque a Caín no iba a darle ese gustazo.
–Desde luego, Abel, no sé por qué todos los honorarios y los pluses iban para ti. Tú siempre has sido un blando como todos. Hasta ahora, no se te ha escapado ni uno, pero al plantarse este chochete delante has bajado la guardia. Yo de ti me la habría cargado hace horas.
–Pero cómo has podido…
Caín se agachó delante de mí. Con su mano libre, me agarró firmemente la barbilla y me obligó a mirarle. Resplandecía de satisfacción.
–No jodas que me vas a llorar por esta zorra del infierno. Mírala. ¿Pero no te dabas cuenta que iba contigo para esto, para que te diera pena matarla? ¡Vamos, hombre! Si es lo que ha hecho con todos. Tú no te mereces ser cazador de demonios. El sexo es el sexo y el curro es el curro. Mezclar las dos cosas fue lo que hicieron los demás, y mira de qué les sirvió. Si hay alguien que merece tanta recompensa y tanta fama, ése soy yo.
Aparté su garra de un manotazo, como si fuera una molesta mosca. La ira me explotó en la voz:
–¡TÚ ERES EL QUE NO MERECE SER CAZADOR DE DEMONIOS! ¡TÚ NO TIENES RESPETO POR NADA NI NADIE! ¡NOSOTROS TRABAJAMOS PARA LA JUSTICIA! ¡RESPETAMOS LAS NORMAS! ¡SE TE HA OCURRIDO PENSAR QUÉ DÍA ES HOY!
No me di cuenta, pero lo estaba zarandeado mientras él me miraba sorprendido, reanudando su risa demente. Finalmente, se zafó de mí y volvió a apuntarme con su pistola, mientras se atusaba su melena grasienta con la mano libre. Sobre mi frente sentí el gélido cañón mientras él me fusilaba con sus palabras.
–A eso es a lo que me refiero, Abel. Los blandos como tú se someten a las normas sin cuestionarlas. Putos borregos. ¿Por qué tiene que existir un puto Día del Equilibrio, a ver? ¿No es nuestra misión limpiar la Tierra de demonios? ¡Qué más da el día que sea! ¡Para algo somos cazadores de demonios, hostia! ¡Nuestra misión es mantener a la humanidad segura, joder! ¿De qué sirve darnos un día de descanso, en el que los demonios podrían hacer de las suyas? Y dirás: “no, Caín, incluso ellos respetan el Día del Equilibrio”. ¡Tú qué sabes! ¡Nunca te puedes fiar de ellos, no saben lo que significa la paz! ¡Y para eso estamos, Abel, para asegurar la paz a la Tierra! Si tú también crees que se merecen una tregua, es que no te mereces tu puesto.
Ni el propio Caín se creía su discurso. Él no luchaba por la justicia, ni por ideales nobles personales. Lo único que le interesaba era el dinero y superar a los demás. Sólo aceptaba trabajos por los que pagaran más de 2.000 euros, y sólo si éste implicaba disputárselo con otro. Desde que me inicié en la profesión, hará unos diez años, siempre trataba de desbancarme. Y ya sé que sonará poco modesto por mi parte, pero yo siempre he trabajado con tesón y constancia; siempre he procurado perfeccionar mi tiro, mis técnicas de investigación, y eso hizo de mí uno de los cazadores más valorados. Y Caín, que era más mediocre, siempre me detestó por ello.

Y ahora, con el caso Eva, era la suya. Yo le conocía tan bien que podía predecir cada paso de su plan. Hasta ahora se había dedicado a seguir mis pasos y averiguar cuál era mi misión. Ahora que había eliminado a Eva, iba a eliminarme a mí para colmar la satisfacción de su odio. Luego cargaría ambos cadáveres en el coche y los llevaría a cualquier comisaría para cobrar la recompensa por el demonio capturado. También alegaría que me mató por traidor, y eso le sumaría a su bolsillo unos 1.000 euros más. Pero Caín no contaba con el castigo que recibían los violadores del Día del Equilibrio.

Todos lo temen, pero pocos están informados de él. Y mi compañero no pertenecía a este último grupo. Él consideraba que la infracción del Día estaba penada con cadena perpetua, y que era un delito fácil de ocultar, como un robo. El muy inocente no sabía que Gaia estaba más atenta que nunca a los atentados que se hacían contra su paz. Y mucho menos sabía que, una vez se veía alterada, La Señora Universal corrige esta falta eliminando al infractor.

Por eso mismo, no tuve que luchar contra él. Mientras vomitaba su verborrea demagógica, se paralizó en seco, como si alguien lo desconectara. Entonces se irguió como si se hubiera pinchado en el pie y comenzó a voltear sobre sí mismo en un torbellino de gritos dolorosos. Finalmente, tropezó con el borde del acantilado y se despeñó. Las olas del mar lo engulleron y yo esperé que los espíritus de los ángeles fallecidos supieran limpiar su asquerosa alma.

Sin Caín, me sentí como si alguien me liberara de una carga que me lastimara los hombros. Me descubrí con una sonrisa aliviada en el rostro. Era una persona muy molesta en mi vida. Hasta aquel momento, sólo había sentido indiferencia hacia él, y debo reconocer que me costó darme cuenta de que, después de haber asesinado a Eva, lo odiaba con toda mi corazón. Y, por otro lado, su muerte me supo a poco. Después de tantos años parasitando mi vida, que hubiera aparecido y desaparecido en un fogonazo, me produjo cierto hueco descontento. No obstante, había dejado de existir, y eso era lo que importaba.

Con el dolor oprimiéndome las entrañas, volví hacia Eva y la levanté en brazos para llevarla hacia el coche. Me resultaba tan ligera que la aferré con fuerza por miedo a que el viento se la llevara con él. Antes de conocerla, cuando me la asignaron, pensaba que sentiría un alivio profundo al verla muerta. Y en realidad me sentí como si me hubieran arrancado un brazo.

Mientras la sentaba en el asiento del copiloto y le abrochaba el cinturón, me di cuenta de que respiraba. Su voz, que parecía el quejido de alguien a quien le acaba de sonar el despertador, me sobrecogió:
–¿Es así el dolor como lo sentís los humanos?


Mun

Continuará...


Imagen extraída de la serie Trinity Blood

domingo, noviembre 18, 2007

El trabajo (III)


Era evidente que no podíamos quedarnos en mi casa, pero salir juntos a la calle también era peligroso. Si bien no tenía el aspecto de un demonio, Eva no pasaba desapercibida; una muchacha albina siempre llama la atención, sin tener en cuenta a los cazadores que la perseguían. Así que el plan de llevarla a alguna cafetería quedaba totalmente descartado. Entonces, como un fogonazo de memoria, se me apareció un lugar al que podía llevarla y en el que pudiéramos estar solos.
–Corre, vístete.
–Si ya estoy vestida…
–¡Con mi pijama no, burra! Ponte algún vestido o algo.
Entonces, recordé que los demonios nunca usan ropa. Para ellos, el vestirse es una forma de ocultar la identidad, de inhibirse. Cualquier prenda para ellos supone una cadena que les impide liberarse y ser ellos. No obstante, no iba a dejar que Eva saliera a la calle con mi pijama. Y mucho menos, no iba a permitir que fuera desnuda.

La dejé esperándome en casa, tras hacerle jurar que no tocaría nada. Yo me fié, porque al ser el Día del Equilibrio, si se le ocurría robarme o indagar en mis archivos, la pena sería para ella. A pesar de ello, procuré ser veloz en mi recado.

Nunca se me ha dado bien comprar ropa para una mujer, aunque por Eva no iba a preocuparme demasiado. Afortunadamente, en la esquina de mi calle hay una tienda de ropa femenina, así que no tardé mucho. Ni siquiera me detuve en mirar la variedad de camisetas, pantalones y demás prendas. Y ni me molesté en comparar precios, calidad de la tela y adornos y estampados. Escogí un vestido negro de algodón de manga larga, muy sencillo. Esperé que le gustara y le sentara bien, aunque aquello no era lo importante.

Cuando se lo ofrecí, lo miró como si fuera un trapo. Me explicó que ella no usaba ropa y yo le expliqué por qué tenía que vestirse. Ni siquiera discutimos. Se limitó a encogerse de hombros y a cambiarse delante de mí. Debo confesar que me obligué a mí mismo a mirar por la ventana, y cuando me excusé diciendo que era para comprobar si había comenzado el desfile, me pareció oírle una risita.
–¿Me queda bien?
Le quedaba como un guante. No sólo porque yo acertara la talla, sino porque el contraste del negro con su piel lechosa resultaba genial. Y no sé si eran alucinaciones mías o no, pero sus ojos cobraban el brillo de los rubíes, sin perder su habitual inexpresividad.
–T-tienes un espejo… en mi habitación… si quieres mirarte… –farfullé, evitando mirarla.
–No me puedo reflejar en los espejos, Abel. Somos como los vampiros, no tenemos alma.
–Pues sí, estás muy guapa, aunque tal vez debas ponerte zapatos también.
Sin hacerme caso, se dirigió rauda a la puerta. Podía llevar ropa si las circunstancias lo exigían, pero los zapatos eran otra cosa. Ella caminaba poco (siempre se movía por el aire), y si lo hacía, le gustaba notar en sus plantas las rugosidades de la arena, el cosquilleo de la hierba, la dureza del asfalto. Cualquiera os la imaginaréis hecha un basilisco mientras me explicaba todo esto. Todo lo contrario. Hablaba con la frialdad de una estatua en su pedestal. Si no entendiera su idioma, no habría notado que estuviera enfadada.

En el coche, no cruzamos ni una palabra. Yo estaba concentrado en la carretera, procurando seguir el camino correcto, mientras sus ojos se deslizaban por los paisajes de conreo, las montañas y los campos de pasto, su expresión seguía siendo la misma, como la de alguien que ve una película insulsa por quinta vez.

Cuando llegamos al lugar, ella se bajó primera, y contempló aturdida lo que le rodeaba. Parecía que el azul inmaculado del cielo fuera a caer sobre ella, y que el mar se sublevara en una gigantesca ola que fuera a devorarla. Caminó girando sobre sí misma por el acantilado, intentando engullir con su mirada escarlata todo lo que veía.
–¿Qué sitio es este?
–La Roca de los Ángeles Caídos, le llaman algunos. Es un lugar precioso. Me encanta venir aquí cuando estoy triste.
Ella asintió, con ademán de no importarle mucho mi explicación, y se dirigió de nuevo al coche. Salí y la detuve.
–Esto es una mierda –contestó ella, cuando me interpuse en su camino.
–¡Pero si no me has dejado que te enseñe nada!
Eva agachó la cabeza, como si se le quemaran los ojos al cruzarse con los míos, y musitó:
–El cielo se ve muy bien desde aquí, y yo odio ese lugar con todo mi ser.
–No te he traído para ver el cielo…
Con suavidad, la conduje al borde del acantilado. Procuré no tocarla mucho, porque el frío de su cuerpo era como un mordisco de cien cuchillos sobre mi carne. Nos sentamos, con los pies colgando en el mar, y nos quedamos en silencio.

El rumor de las olas espumosa besándose contra las rocas era el único sonido. Eva me insistió en que le explicara qué tenía ese lugar de especial, y yo le respondía con el dedo sobre mis labios. De hecho, a mí mismo me sería difícil explicaros qué se sentía al estar allí. Era una sensación mística.

El Acantilado de los Ángeles Caídos era el cementerio en el que reposaban los ángeles muertos. Seguramente os han explicado que los ángeles son seres inmortales. Pues bien, no es cierto del todo. No pueden morir heridos con un arma, o de enfermedad, pero sí pueden morir de pena, o a manos de un diablo que les devore el alma. Entonces, cuando esto sucede, sus compañeros traen al difunto aquí y lo arrojan al agua, y éste se convierte en una ola más. Sin embargo, la esencia de un ángel nunca perece, y con cada oleaje, el mar emana la infinita bondad y la luz de los seres que yacen en él, y los que venimos aquí nos impregnamos de su espíritu.

Con Eva tuvo el mismo efecto. Tenía los ojos cerrados, y vi como sus labios se arqueaban en una dulce sonrisa. Parecía una niña sumida en un placentero sueño. Respiraba más hondo, como si anhelara absorber toda aquella paz y guardarla en su ser para siempre. Reconozco también que me resultaba encantador cómo se ondeaba su melena en la brisa.

Si me preguntáis, no sé por qué lo hice. Yo prefiero llamarlo instinto. Pero puse mi mano sobre la de ella. Y a pesar de que seguía siendo un carámbano, la noté menos fría. Aquella sensación me sobrecogió, pues podía quedarme así durante horas, olvidándome del frío que desprendía. Olvidándome de su naturaleza.

Entonces, como si nos arrancaran de cuajo aquella armonía, sonó un disparo. Fui rápido a la hora de sujetar a Eva, que resbalaba rocas abajo. Cuando la arrastré hacia arriba, inerte, me percaté del reguero que salía de su espalda, del mismo color de sus ojos. Cuando me giré, reconocí a uno de mis compañeros. Y no sabía qué me infundía más temor, si su pistola apuntando hacia mí o su mirada cargada de rencor, que me taladraba el alma.


Mun, the Cliff's Doll

Continuará...

Dibujo: The sun always shines, de Nefis

jueves, noviembre 15, 2007

El trabajo (II)


Mientras me arrebujaba entre las sábanas, se me ocurrió que tal vez podría pasarme el Día del Equilibrio en la cama. Una manera muy fácil de evitar a Eva. Aunque ella se encargó de romperme cualquier plan desde la primera hora de la mañana.

Aquella noche no me costó dormir, pues había tenido una semana muy dura. Y si bien esperaba un buen despertar, como resultado de una noche de sueño satisfactoria, fue más bien todo lo contrario. Ciertos detalles inusuales me fueron devolviendo poco a poco a la conciencia: primero un ligero peso al otro lado de mi cama, después una suave respiración al borde de mi oreja, y por último, una mano gélida acariciándome el rostro.

Y con la lucidez, llegó el susto.

Seguramente creeréis que los demonios tienen un tacto que quema, porque viven entre llamas y todo eso. Pues todo lo contrario. Tocar a un demonio es como tumbarse desnudo en una plancha de hielo. No creáis a la ciencia; el calor de un ser vivo procede del corazón, órgano del que carecen los demonios.

Tras saltar de la cama con un ridículo grito, rememoré los hechos del día anterior. Eva, que ya no llevaba puesto mi pijama, me miraba desde la cama con su mirada hueca.
–¿No te apetece hacerlo? –su voz sonaba seductora, en desacuerdo con su expresión.
–¿Hacer qué?
–Qué soso eres. Cuando me he metido desnuda en la cama de otros humanos, no se lo han pensado dos veces.
Yo ya lo sabía. El sexo era su arma. Eva se acostaba con todas sus víctimas y, cuando éstas se encontraban a su merced, les devoraba el alma. También lo hacía con cazadores de demonios, para que éstos se encariñaran con ella y no se atrevieran a matarla. Y ahora pretendía lo mismo conmigo.

Muchos me seguiríais diciendo de todo por no aprovechar la oportunidad a mi favor; tirármela y matarla. Pero yo no me fiaba de aquel monstruo y, como ya he dicho antes, detesto a los demonios. Sin embargo, debo confesaros que me costaba apartar la vista de aquel cuerpo que brillaba como una luna en la penumbra de mi cuarto.
–Qué pena, Abel. Con lo guapo que eres.
–Lo siento, Eva, pero yo no soy como los demás.
–¿Eres gay?
–No. Sencillamente me gustan las mujeres, no los demonios. Y recuerda qué día es hoy.
Sin darle opción a responderme, me fui a darme una ducha. Lo necesitaba. No sólo por lo que pensáis, sino porque para mí no hay nada como el agua caliente para despejarme del todo. Bajo aquel chorro reparador, me mordía los labios pensando en qué iba a hacer. El plan de dejarla en mi casa mientras yo me dedicaba a mis tareas quedaba anulado. Eva iba a estar persiguiéndome todo el día hasta conseguir su objetivo, y yo no quería situaciones incómodas. También podría haberme ido por ahí y dejarla a ella en casa, pero no me fiaba, por muy Día del Equilibrio que fuese.

Mientras me preparaba el desayuno, ella apareció en la cocina y se sentó a la mesa. Vestida, de nuevo, con mi pijama. Pero esta vez llevaba el que yo me había puesto aquella noche.
–Te he dejado el otro doblado en el armario. Éste me gusta más, porque huele más a ti.
La ignoré.
–¿Estás preparando café? Nunca lo he probado. Sé que es la droga que tomáis los humanos para estar activos. Nosotros no necesitamos esas cosas para estar al 100% de energía.
Yo me limité a servírmelo en mi taza y a sacar una bolsa de cruasanes del armario.
–Oye, ¿por qué no me preparas uno? Nunca lo he probado, pero tiene muy buena pinta.
Dejé la cafetera sobre la mesa y saqué un cartón de leche de la nevera. Ella cogió una taza del armario y se sirvió un café para ella. Yo estaba seguro de haber preparado café para mí solo, pero en la cafetera había para dos. Después de echarme la leche y el azúcar, no me molestó que ella hiciera lo mismo y que se sirviera unos pocos cruasanes. Si iba a tener que pasar el día con ella, debía aprender a soportarla.

Durante el desayuno, me esforzaba por fingir que aquel demonio era un objeto más de la casa. Pero sucedió algo que me lo impidió. Cuando Eva dio el primer sorbo a la taza, sus ojos rasgados se abrieron como alas de mariposa y un cálido destello los cruzó. Cuando dejó la taza en la mesa, su pequeña boca estaba arqueada en una leve mueca de sorpresa.
–Está… delicioso…
Lo siento, pero aquello me pareció tan curioso, que no pude evitar sonreír.
–Claro, mujer, ¿qué esperabas? Prueba los cruasanes también.
Mientras devoraba las pastas con ganas, olvidé que era Eva. Ante mí parecía tener a una niña pequeña que descubre el encanto de los dulces. Entonces mi cabeza empezó a despegar. Me pregunté si otros demonios que probaran el café con leche y los crusanes reaccionarían así. Y si así fuera, ¿podrían unos pocos dulces redimir sus almas perdidas?

Cuando Eva terminó de desayunar, sus ojos escarlata volvieron a su habitual opacidad, y su boca, a una línea recta inexpresiva. Entonces recordé que era un demonio. Y me acabé el desayuno desganado.
–¿Qué vamos a hacer ahora?
La misma pregunta me la había estado formulando yo durante todo el desayuno. Consciente e inconscientemente. Y ahora, la respuesta era urgente. Entonces recordé el tierno brillo que había visto minutos antes en aquellos ojos de sangre, y aquella mueca de sorpresa en esa boca infantil. Y pensé en volver a presenciar ese fenómeno.


Mun, the Demon Doll

Continuará...

Dibujo: Eve, de SiSero

lunes, noviembre 12, 2007

El trabajo (I)


–¿Qué haces?
–Ver porno, ¿y tú?
–Pensaba en ti.
–Normal. Soy tu trabajo, ¿no?
No esperaba encontrarla en mi propio cuarto, echada boca abajo sobre la cama, apoyada sobre los codos. Tenía la mirada impasible en el televisor, el cual le mostraba la escena artificial de una orgía. Se había puesto mi pijama verde, dentro del cual cabrían dos como ella. Era muy pequeña. Y muy pálida. Más que un demonio, parecía un ángel.

Me llamó la atención su larga melena nívea y lisa, por cómo desentonaba con su oriental rostro infantil. El único rasgo demoníaco en ella era el color de sus ojos: rojo escarlata. Sin embargo, la expresión en ellos no era maléfica. Tampoco benévola. Sencillamente, una desconcertante neutralidad. En otros demonios había conocido sólo dos tipos de miradas: la de infinita crueldad y la de terror, que reservaban para el momento predecesor a la muerte.

Eva apagó el televisor, silenciando los gemidos ortopédicos de aquellas rubias neumáticas, y se sentó en el borde de la cama. Con aquella voz, dulce y siniestra al mismo tiempo, me anunció:
–Ha sido un mal día para encontrarme. Hoy no puedes matarme. Es el Día del Equilibrio.
Tras recordarlo, me derrumbé. Hacía cincuenta años que se había firmado el Acuerdo del Día del Equilibrio. En aquel día estaba prohibida la interactuación de los tres mundos (Cielo, Infierno y Tierra), y ni siquiera los demonios se atrevían a violar aquella ley. Por eso no podía matarla. Ni ella a mí. Ni a ningún humano. Ni podría hacer de las suyas. Pero yo seguía sin entender qué hacía en mi casa. Podría haber aprovechado el día para buscar un buen lugar en el que esconderse, en lugar de resguardarse en la boca del lobo. Formulé esta duda en voz alta.
–He venido a facilitarte las cosas –respondió con el mismo tono ausente de emoción–. No quiero que te mates un día más buscándome por todo el planeta. Me quedo en tu casa y a medianoche me matarás.
Era la primera vez que un demonio se comportaba así. En aquel momento pensé que se trataba de alguna clase de trampa.
–¿Y por qué quieres que te mate?
–Estoy cansada. Tú nunca lo entenderías, porque eres mortal. Pero la excitación de lo prohibido se pierde cuando llevas pecando años y años. Supongo que ya sabes eso de que la inmortalidad acaba aburriendo.
Sentía en mi cerebro un atasco de ideas y pensamientos. Todo mi equipo de cazadores había estado detrás de Eva desde hacía un mes, y ella era toda una artista del despiste, la confusión y el escondite. Y cuando menos lo esperaba, me estaba esperando en mi casa, vestida con mi propio pijama y viendo una película porno. Y, por si fuera poco, me pedía que la matara. Algo allí no funcionaba bien.
–Y si te niegas o me echas de tu casa –prosiguió–, iré mañana a la comisaría, me entregaré y me matarán de todos modos. Y tú te quedarás sin la paga.
A esta clase de cosas me refería con lo de “artista de la confusión”. No dije nada más. Salí de la habitación entre mis propios aspavientos, intentando dispersar todas las voces que se agolpaban en mi cabeza. Me apoyé contra la puerta y me puse a valorar la situación.

A muchos os resultaré algo trágico. Seguro que me gritaríais de todo por no pasar el resto de la noche con aquella preciosidad, pero si supierais qué clase de cosas hacen los demonios, me daríais la razón y Eva dejaría de pareceros tan bonita. Y yo, como cazador de demonios, no soporto a esa especie.

Sin embargo, aquel día no podía matarla, como habría hecho en cualquier otra ocasión. Y ella me estaba ofreciendo un ultimátum. Debo decir que en aquella época yo estaba en ciertos apuros econónimos. Y por Eva las recompensas subían hasta los 5.000 euros. Por lo tanto, no podía permitirme dejarla escapar.

Miré el reloj. Hacía media hora que había comenzado el Día del Equilibrio. Me quedaban veinticuatro horas. La podía enviar al sofá a ver la televisión del salón, mientras yo dormía. Y al día siguiente yo me pondría a hacer mis tareas mientras a ella la dejaría viendo películas, leyendo algún libro o algo similar. No sé, ya lo pensaría. En aquel momento yo tenía mucho sueño y necesitaba recuperar mi pijama. Regresé a mi cuarto. Eva seguía sentada en el borde de mi cama, con su expresión vacía.
–Vale, muy bien. Te quedarás conmigo aquí hasta que acabe el Día del Equilibrio. Y mañana a medianoche te ejecutaré. Pero ahora necesito mi habitación y mi pijama. Si quieres seguir viendo porno, puedes ir al comedor. Pero yo quiero dormir.
Tras esto, abrí el armario para buscar algo que ofrecerle a ella para vestirse, pero ella estaba decidida en quedarse con mi pijama. Rauda, saltó de la cama y se dirigió al comedor. Antes de cruzar la puerta, me replicó:
–Lo siento, pero me gusta tu pijama. Huele a ti.
No tenía ganas de discutir con ella. Y, de todos modos, tenía más pijamas. Mientras me desnudaba, oí en la lejanía aquellos ortopédicos gemidos de las rubias neumáticas que jugaban a hacer del sexo un arte.


Continuará...


Mun, la Duendecilla Cuentacuentos

Dibujo: Lilith, de Vic-Mon

martes, noviembre 06, 2007

Egoafirmación























Podría
cortarme el flequillo para que uniera mis cejas
(o taparme un ojo con él para ver sólo media realidad),
desterrar los colores no-negros de mi armario
(aunque es el que mejor me sienta),
o vestir de princesa vampiresa
incluso para ir a tirar la basura.

O bien
calcar los dictados de Berskha, Zara y Mango
(Padre, me confieso de tener algunas de sus prendas),
y el peinado de sus maniquíes de piel y hueso,
restringir mi monedero a la lujuria de “cuanto más, mejor”,
(ni el de mis padres ni el de mi pareja),
erigir un altar a mi cuerpo y al dinero
y vaciarme en esencia.

O podría
llenarme de alfileres y tachuelas
(¿y si me pincho?),
ocultar el color de mi cabello, mis ojos, mi piel,
elaborar mis ideas al pie de las ajenas
(Sin cuestionar. Sin informarme. ¿Para qué?),
convencerme de no ser una oveja mientras sigo al rebaño,
de ser una diosa cuando soy una humana más.

Podría hacer todas esas cosas. Y más.
Y ya no sería Laura.


Mun

Imagen: Igntion, de Alyz