miércoles, noviembre 29, 2006

La puerta abierta (III)



Fue mientras él se dirigía al trabajo cuando la vio de nuevo y comprobó que ella no le reconocía. Enrique buscaba tranquilizantes para su conciencia en forma de excusas, mientras sus reflejos procuraban no despistarse del camino a la agencia. Y, a pesar de ello, quedaron obnubilados al detectar a Elena en el campo de visión. Enrique se anotó un tanto, al poder sacar nueva información de ella, que le proporcionaron la vestimenta y la compañía que traía.

La joven empujaba una silla de ruedas en la que reposaba un diminuto anciano con los ojos vacíos, la piel de pergamino y el cuerpo derrotado por la erosión de los años. A Enrique, su vecina se le antojó como un ángel, al verla ataviada con aquellos pantalones y blusa blancos, tan límpidos que parecía verse el alma debajo de la tela. Sin embargo, el bordado azulado en el pecho, con la insignia del hospital general de la ciudad, le reveló a Enrique una realidad mucho más terrenal.

Esta vez, más que la acentuación de su interés pasional por su vecina, Enrique sintió el temor de que ésta le reconociera y le catalogara como un loco. Sin embargo, cuando la tuvo a tres metros de distancia, no vio en sus ojos alarma ninguna, sino que éstos se deslizaron a través de él como si se tratara de un transeúnte cualquiera, o incluso de un elemento más de la calle. El hombre agradeció aquella falta de memoria de su diosa, aunque también lamentó ser un trozo más de aire para ella. Entonces recordó el día pasado y lo comparó con el que se le avecinaba: después de aquel encuentro fortuito, no la volvería a ver hasta la noche, y la posibilidad de cruzársela al volver a casa era tan frágil como su espíritu ante esa mujer.

No obstante, la lumbre del deseo del fotógrafo le encendió la imaginación con la audacia suficiente para encontrar un consuelo. Buscó dentro de su macuto la herramienta principal de su trabajo y apuntó con ella a Elena, que acababa de pasar por su lado. Agazapado en el medio de la acera, buscó el mejor encuadre y disparó, encerrando así la imagen de la muchacha en el carrete, mezclada entre modelos de belleza inalcanzable.

Ante la indiscreción del clic, Elena detuvo la silla de ruedas y se giró. Su expresión anonadada volvió a infundir el miedo en Enrique. Y entonces sucedió algo insólito.

Los labios de la joven se curvaron en forma de un arco adorable y se entreabrieron, permitiendo ver a su admirador una hilera de dientes parejos, sin falla alguna. El sentido de Enrique se vio golpeado por el florete de aquella sonrisa, que hizo para él una Elena aún más hermosa. Con la cámara entre las manos, sacó de nuevo otra foto, justo antes de que ella le dirigiera la palabra por primera vez.
–Supongo que es para el reportaje, ¿no?
La dulzura de aquella voz sólo era comparable con su rostro. Enrique lamentó que su cámara no tuviera grabadora de sonido. Y que su garganta, en aquel momento, no tuviera reproductor de sonido. Sólo un esfuerzo inconsciente le hizo asentir, en respuesta a la pregunta de la chica.
–Esta mañana he visto a tus compañeros por el patio y las habitaciones. Ya me dijeron que vería a alguno por la calle, aunque aquí no verás a muchas de nosotras. Pero hay algunas en el parque, donde llevamos a pasear a los ancianos a menudo. Bueno, yo sigo a lo mío. ¡Nos vemos luego!
La única reacción que tuvo Enrique fue la de llevarse la mano al pecho, aunque no sabía si fue para sujetarse el corazón o para comprobar que seguía vivo. Cuando pudo reponerse, guardó la cámara en el macuto y se dirigió a la agencia.

Nada más entrar, se dirigió a la sala de revelados, dispuesto a rescatar la imagen de su musa del carrete. Envuelto en luces rojizas y en una apacible soledad, Enrique esculpía en el papel mudo las muñecas de sonrisa fingida y actitud de plástico que llevaban escondidas. Dejó para lo último a su vecina, para poder aplicar toda su concentración y habilidad en la creación de la estampa que adoraría durante toda la jornada laboral. Hizo este revelado con sumo cuidado, como si realmente estuviera bañando el cuerpo de la joven. Aquella sola idea le despertó la sangre a llamaradas, y también la impaciencia por tener aquella fotografía lista.

Poco antes del desayuno, Enrique se encerró en el baño con la fotografía de Elena en el bolsillo. La sacó y se le cayeron los ojos en ella, orgulloso de haber podido retratar la belleza y la alegría de la joven mediante una confusión de ésta. Se preguntó si esa noche al volver a casa lo reconocería, y se respondió que si así fuera, podría mantener una conversación con ella. Y aquella conversación podría acabar, quizás, en una combate entre sus pieles, sus manos, sus labios, sus salivas, sus respiraciones, sus anhelos. Comenzó a besar aquella estampa con la misma pasión febril con la que besaría su carne y empezó a hacerle el amor mentalmente, mientras su mano se agitaba con furia bajo el pantalón. Después de explotar en el clímax, se dejó caer sentado en el retrete, con la fotografía apretada contra el rostro, mientras la manchaba con abundantes lágrimas de impotencia. Aquel papel no era Elena, sino un espejismo de ella con el consolar su síndrome de abstinencia hasta otro nuevo encuentro casual. A pesar de vivir pared con pared, era consciente de la distancia que les separaba. En aquellos escasos encuentros, él conoció su nombre, su profesión y su estado civil, mientras él era para ella el vecino de la puerta de al lado, un maníaco y un reportero; todos ellos exentos del privilegio de estar en sus recuerdos. Y más aún del de entrar en sus posibles intereses afectivos.

A pesar de todo, la jornada laboral fue provechosa: su jefe le felicitó por sus trabajos e incluso le encargó una sesión fotográfica para una revista de moda de alto prestigio, lo cual le abriría las puertas a un aumento de sueldo o a un posible ascenso. Aquel éxito inyectó el optimismo en Enrique, que se dirigió a su casa embistiendo a la noche con una decisión determinada de llamar al timbre de Elena y presentarse como su vecino.

Sin embargo, cuando llegó a casa, comprendió que no le hizo falta llamar y que no convenía molestarla.

El súcubo que devoraba sus sueños estaba intentando abrir la puerta a duras penas, con la única mano libre que tenía, mientras apagaba la urgencia de una libido ávida en un joven de cabellos rubios, que recorría su boca, su cuello y el inicio de su escote con besos impacientes. Enrique volvió a oír aquella voz en forma de jadeos suplicantes, del mismo modo que le habría gustado oírlos contra su oído, mientras él ocupaba el lugar de aquel extraño a quien pertenecían los abrazos de la joven.

Aquella funesta visión duró menos de cinco segundos, lo justo que necesitaba Elena para conseguir abrir la puerta y desaparecer a través de ella con su amante. Justo antes de volverla a cerrar, Enrique alcanzó un atisbo de sus ojos, en los que en lugar de aquel candor infantil veía ahora una lujuria vampírica, regalada a un joven que habitaría el mismo paraíso que esa misma mañana el fotógrafo retrató en el baño de su agencia. Embriagada con el néctar de Venus, la joven no reparó en su vecino, que se quedó desolado ante la puerta cerrada, a la que propinó un golpe mojado en lágrimas de ira, para después dejarse caer contra ella, luchando contra su propia decepción.

Tenía que ser mía, se quejó Enrique, sentado contra la puerta de su vecina. ¿Quién era ése? ¿Qué hizo para llamar su atención o conseguirla? Aquel guionista oculto había escrito la historia para otro hombre y él no estaba de acuerdo. Quería llamar al timbre, decirle que era él quien le convenía y quien la deseaba de verdad, que si no le quería que dejara de aparecerse su retina, en su pulso sanguíneo e incluso en su aliento.
–Perdona, ¿estás bien?
La áspera voz de una vecina anciana y vulgar le devolvió a Enrique la noción de realidad. Su estupefacta mirada acuosa entre bolsas de carne le dio a entender que, además, su figura sentada contra la puerta de la nueva vecina le daba una imagen ridícula. Y sin decir más, Enrique se levantó, saludó a la anciana con un ademán y desangró su pena en su propia casa, resguardado entre sus muros ermitaños.

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miércoles, noviembre 15, 2006

La puerta abierta (II)


Al día siguiente, al salir de casa, se quedó de nuevo ante la puerta de su nueva vecina. Esperó inmóvil ante ella, deseando que el picaporte girara para revelar de nuevo el embrujo que le había atrapado sin razón. Sin embargo, la puerta permaneció tan quieta como él. Así que el joven bajó hasta el portal y buscó entre los buzones gemelos una pista que le acercara más a aquella mujer, sin necesidad de habérsela cruzado esa mañana. Y la encontró. En la casilla que se encontraba al lado de la propia había una tarjeta blanca con el nombre de la nueva dueña, escrito con una pulcra caligrafía, en bolígrafo azul: Elena Esparta Quimera. Después de grabar el nombre en su atención y su memoria, Enrique se enfrentó a su jornada laboral con una sonrisa triunfal; aquella placa le había dado más información de la aparente: no sólo le proporcionó el nombre de su objeto de adoración, sino que también le informaba de que éste vivía solo, lo cual le allanaba bastante el camino.

El día transcurrió sin pena ni gloria, aunque los compañeros de Enrique lo notaron extraño. Tenía la mirada perdida y todos afirmaban que se había dejado la mente soñando en algún lugar. Los más fisgones discurrían la posibilidad de que hubiera aparecido un nuevo amor en la vida del fotógrafo. No obstante, aquellas hipótesis permanecían en su estado etéreo cuando, en un intento de confirmarlas, Enrique les respondía con una mirada de cuchillo.

Por su lado, el hombre iba experimentando una angustia creciente a medida que dejaba morir el tiempo en la agencia. Deseaba pulsar el fast-forward del control remoto de su vida para situarlo a las ocho y media, la hora en la que solía llegar a casa. Su vista necesitaba una urgente dosis de Elena; ansiaba pasear de nuevo los ojos en su esbelta figura de hada, sondar aquella mirada de uvas traslúcidas, provocar otra sonrisa educada en aquellos labios de niña inmaculada. Bien sabía que, por el momento, tocarla era más que imposible, pero necesitaba de nuevo su presencia para tranquilizar el pulso encabritado de sus venas.

Y pudo tener aquella dosis, precisamente a la hora esperada. Ambos vecinos se cruzaron en el portal y Enrique sintió como el esófago se le desprendía del estómago. La veía venir en dirección opuesta a él, cargando una bolsa negra y grande en forma de maletín. Vestía unos tejanos y una camiseta deportiva que le perfilaban mejor la silueta que el chándal del día anterior. Además, advirtió el detalle de la melena, que el día anterior llevaba recogida y que ahora, liberada sobre los hombros, pudo apreciar mejor. Bucles de color avellana, bien dibujados alrededor de aquel rostro delicado e infantil, acentuaban aún más la belleza de la joven. Enrique la continuó escaneando hasta tenerla a tan sólo dos pasos de él. Y entonces comprendió que estaba realmente eclipsado cuando vio cierta cautela hostil en la mirada de la joven.
–Hola… –alcanzó él a decir con un hilo de voz.
Esta vez no obtuvo la sonrisa cordial del día anterior. Con súbita prisa, Elena sacó de un bolsillo del pantalón una llave con la que abrió el portal para después desaparecer escaleras arriba, sin esperar a su vecino ni permitirle pasar primero, con la misma rapidez que mostraría una ninfa huyendo de un sátiro enloquecido.

Poco después, Enrique subió por el ascensor, abatido por lo que había sucedido con ella. La sola idea de que su mirada intimidara a la muchacha le creó malestar y cierto sentimiento de culpabilidad. Una vez más, se encontraba de pie ante la puerta de al lado de su estudio, cerrada una vez más para él. Pensó en llamar al timbre y disculparse por lo sucedido. Estaba dispuesto a explicárselo; confesarle que le parecía demasiado hermosa como para actuar con naturalidad ante ella, pero no tardó en descartar aquella posibilidad, pues sabía que aún le tomaría por más loco. No volveré a verla hasta mañana, se recordó a sí mismo, atemorizado. Y si la veo, ¿cómo haré para que olvide lo de ahora?

Al día siguiente, Enrique no vio motivo para preocuparse de ello. Cuando se cruzaron de nuevo, Elena ya había olvidado el rostro de su vecino. Su mala memoria era el gran defecto de la joven, que le impidió recodarle de nuevo meses más tarde, cuando dejó la puerta de su casa abierta.

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jueves, noviembre 09, 2006

La puerta abierta (I)


Meses antes de aquello, Enrique era, en el sentido más figurado de la palabra, un muerto viviente. Tenía veintiocho años y no tenía ilusión por nada en la vida, ni tan sólo en la fotografía, una pasión adolescente de la que hizo su profesión adulta. De hecho, no recordaba la última vez que algo le había provocado un latido en su corazón. Era un androide de carne y hueso, programado para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Vivía solo en un pequeño estudio en el centro de la ciudad y la austeridad de su vivienda reflejaba el eterno vacío de su interior. Pocos muebles a su alrededor y en su cabeza; todos cubiertos de un manto de polvo que cada día se hacía más grueso.

Era huérfano, no tenía más familia que él mismo y había estado viviendo en soledad desde los diecinueve años. Abandonó a los pocos amigos que había tenido en su vida al dejar su pueblo natal, y la pereza de marcar sus teléfonos o de escribirles un sencillo correo electrónico acabó deteriorando el vínculo entre ellos. Asimismo, tampoco podía estar orgulloso de su vida amorosa. A lo largo de su vida había tenido tres relaciones, ninguna de las cuales superó los tres meses de duración. Todos sus idilios fracasaron a causa de dos razones computables: o bien el trato diario acababa revelando a Enrique que el motivo de aquella historia era el miedo a la soledad más que el enamoramiento, o bien la fascinación que sus parejas experimentaban se esfumaba en cuanto desistían ante el infranqueable muro que Enrique imponía entre él y el mundo.

En efecto, pocas personas habían mantenido una conversación sustanciosa con él. Hablaba poco y su rostro tenía la expresividad de una estatua en permanente indiferencia. Sus compañeros de trabajo eran las personas con las que más trataba y ellos mismos afirmaban que parecía que le doliera hablar, como si tuviera la lengua paralítica. Además, sus palabras no iban más allá de cuestiones profesionales.

Sin embargo, aquel muerto viviente cobró vida el día que vio a Elena por primera vez.

Se la cruzó por casualidad. Él regresaba a casa del trabajo y la vio en la puerta de al lado, entrando en el piso contiguo con una abultada caja entre sus brazos. Debido al trabajo que tenía en una revista de moda que pasaba por los quioscos sin pena ni gloria, Enrique había tratado con mujeres despampanantes. No obstante, Elena era la única que le había provocado un paro en su corazón, a pesar de poseer una belleza más discreta. Era un poco más baja que él y tenía una figura esbelta, sin curvas escandalosas y poco favorecida con aquel chándal azul. Su rostro parecía haberse quedado estancado en la niñez; el verde de sus ojos de gacela parecía líquido traslúcido, y su mirada estaba llena de vida. Y fueron aquellos ojos, enmarcados en pestañas que no necesitaban rímel, lo que empujaron el corazón de Enrique hasta la garganta, impidiendo que éste pudiera articular un “hola”. Ella tampoco pronunció palabra alguna, pero, al notar la presencia de su futuro vecino, lo saludó con un ademán y una sonrisa en sus labios que denotaban más cordialidad que interés.

Cuando la joven cerró la puerta tras ella y la caja, Enrique se quedó en el rellano, con la mirada fija en el rectángulo de madera. Una parte de él se acercaba al timbre y lo pulsaba, ella abriría y él se presentaría como su vecino, ella haría lo mismo y seguidamente la arrastraría a una conversación en la que indagaría en su vida, su pasado, sus gustos, sus intereses. No obstante, otra parte de él, el verdadero Enrique, se quedó paralizada ante la puerta sin más acción que la de preguntarse cuándo volvería a ver a esa joven. Derrotado por su pusilanimidad, regresó a su hogar y se dejó caer en el sofá, en el que consultó la manera más apropiada de acercarse a la joven y saber al menos su nombre.

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domingo, noviembre 05, 2006

La puerta abierta (Prólogo)

Aquella puerta abierta era para él una invitación al cumplimiento de su deseo. Aquel deseo que se había convertido en una enfermedad y que le hizo ver el sentido más literal a la expresión “volverse loco por una mujer”.

Tras aquella losa de madera por fin veía, compartiendo espacio con él, la cura de aquel tormento, que recogía en aquel momento la cartera, que había olvidado sobre la mesita del recibidor y que se disponía a meter en el bolso…


Elena jamás lamentó tanto dejarse la puerta abierta. Gritando contra la mano dura de aquel desconocido que ni se molestó en esconderse tras un sucio pasamontañas, se preguntaba si era demasiado tarde para zafarse de aquella escalera al infierno. Sus pupilas dilatadas, a punto de caerse fuera de las órbitas, sólo encontraban la pared contra la cual estaba prisionera. Un muro amarillo, desde el cual el Puente de la Torre de Londres, transformado en pintura anónima, la miraba con compasión e impotencia. Un muro amarillo contra el cual un robusto cuerpo la estrechaba y le impedía ver lo que estaba ocurriendo.

En realidad, prefirió no verlo.

Pero prefirió más no sentirlo. Sus gritos se elevaban, agudos, luchando contra aquella mordaza de carne y hierro, mientras que en un relámpago de segundos oía la otra mano desabrochar una cremallera, alzarle la falda y desgarrarle la ropa interior con la violencia de aquel anhelo patológico.

Nunca debió haber dejado esa puerta abierta, se repetía en sincero arrepentimiento. Sin embargo, Elena no sabía que su atacante también se arrepentía de no cerrarla. En el momento que un puñetazo ajeno a ella le demostró que aún no era tarde.



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