lunes, diciembre 24, 2007

Cuento de Navidad


Me costó mucho llegar a casa de Wendy. No porque no me supiera el camino, sino porque casi muero esquivando a toda la gente que iba y venía de hacer las compras. La verdad es que nunca he entendido por qué la gente compra tanto en estas fechas, ¡si para los regalos ya estamos nosotros! No sé quien se inventó eso de que los Reyes y Papá Noel son los padres. Ahora, desde que los niños ya no creen en la Navidad, en el Polo Norte y Oriente estamos muy tristes. Y los duendes especialmente. Cada vez que un niño dice “Los Reyes Magos no existen” o “Papá Noel no existe”, un duende o un paje muere. Sí, como las hadas.

Aquel año Wendy no había escrito ninguna carta. Ni a Papá Noel ni a los Reyes Magos. Y eso nos preocupó bastante. Por eso mi amo me envió a buscarla, para ver si podía saber por qué había dejado creer en nosotros, en la Navidad. Además, yo era el duende encargado de Wendy, el que la vigila cada día para ver si se porta bien. Y es una niña muy buena y estudiosa. En sus cartas no sólo pide cosas para ella, sino para sus hermanos y sus padres. Y siempre le hemos traído los juguetes que nos ha pedido. Pero ese año no recibimos ninguna carta de ella. Y nos temimos lo peor.

Por fin llegué a su casa. Después de evitar que me pisaran cuatro señores enterrados en bolsas, que me atropellaran tres coches apresurados y quedarme ciego con las centenares lucecitas navideñas que adornan la ciudad en esas fechas. No me costó nada escalar los balcones hasta llegar al suyo, y colarme por él hasta su habitación. Wendy estaba estudiando, como siempre, aunque tenía en los ojos un deje melancólico que jamás le había visto antes. Y entonces me di cuenta que en su habitación casi todos los juguetes que le regalamos en años anteriores ya no estaban. Ni las dulces muñecas con las que disfrutaba peinándolas, vistiéndolas y tratándolas de “hijas”. Ni los castillos de princesas en los que recreaba sus propios cuentos de hadas. Ni el tren eléctrico con el que se podía pasar horas inventando viajes. Cualquiera podría decir que se estaba haciendo mayor, pero Wendy sólo tenía nueve años.

Sólo un oso de peluche suave y marrón había sobrevivido de aquella inexplicable purga. Estaba tendido sobre la cama, en la misma posición en la que ella le había dejado caer sin cuidado. Parecía un guerrero derrotado. Me acerqué a él y lo reconocí: las Navidades pasadas, yo mismo envolví a ese osito y lo cargué en el trineo. Antes de meterlo en caja, estaba radiante, porque sabía que su dueña sería una niña buena y alegre. Y ahora, sus pequeños ojos negros me miraban tristes y desilusionados. Lo levanté como pude y lo senté en la colcha. Entonces me di cuenta de que Wendy nos miraba extrañada. Volvió a coger el peluche y lo enderezó dubitativa. Luego, reanudó su estudio.

Fue entonces cuando me percaté de que no me veía. Pero sí se había dado cuenta de que ella no había dejado al osito sentado. No me decepcionó mucho el hecho que no me viera. Al fin y al cabo, es una de las penas asumidas que tenemos los duendes. No me importaba, al contrario; me puse contento porque ya sabía qué hacer para verla sonreír.

Cogí los brazos del osito y los moví alternativamente. Luego hice lo mismo con las patitas. Ensayé toda clase de movimientos a espaldas de Wendy, que seguía concentrada en su libro, hasta estar seguro de poder controlar bien el peluche. Entonces, con un pequeño esfuerzo, lo cogí por detrás y le hice dar un par de botes sobre la cama. Entonces Wendy se giró de nuevo, sobresaltada, y miró al peluche con cierto temor. Se acercó a él lentamente, interrogativa, y yo me dispuse a bailar con el osito un vals imaginario, al ritmo de una canción que tejía en mi cabeza y que hilaba con un tenue tarareo.

Estaba muy nervioso, porque no sabía qué consecuencias podría tener mi actuación, y también debo confesar que no soy un estupendo bailarín. Pero me alivié al ver que la mirada de Wendy no era de terror, sino de un asombro encantador. Seguía todos los movimientos del oso con deliciosa expectación, y poco a poco aquella mueca se iba convirtiendo en una sonrisa emocionada. Finalmente, puse el osito de pie, justo ante ella, con uno de los bracitos tendido hacia la niña, como si la invitara a compartir con él la siguiente pieza. Ella vaciló unos instantes, pero después tomó al peluche, lo apretó contra el pecho y bailó con él un nuevo vals. Yo me quedé sentado en la cama, mirándoles fascinado. Wendy estaba radiante. Mientras con sus ágiles pasos dibujaba círculos por toda la habitación, pude ver en sus ojos más luz que todas las luces navideñas del mundo humano.

Creo que estuvo bailando cerca de media hora, hasta que finalmente se dejó caer sobre la cama con el osito en brazos, justo a mi lado. Lo abrazó con el mismo cariño que quien abraza a un ser querido al que hace años que no ve, y le confesó entre sollozos de felicidad:
–Y yo que no pedí a los Reyes que te dieran vida porque no pensaba que pudiera ser… A ti no te regalaré, como a los otros.
Cuando llegué a casa de Papá Noel, le dije lo que había sucedido. Entonces comprendió que Wendy no necesitaba más juguetes, sino un compañero de juegos. Es por eso que ahora vivo en su casa, animando a su osito de peluche como si éste tuviera vida propia. Y yo deseo que algún día me vea y me reconozca, aunque eso rompiera su ilusión por tener un muñeco con vida. Me gustaría que me llamara por mi nombre y me adoptara como un nuevo compañero de juegos; convertirme en su mejor amigo. De todos modos, soy feliz viviendo con ella jugando, ayudándola a estudiar, viéndola crecer… ¿Y sabéis? Antes, cuando Wendy cumplía años, me ponía triste porque sabía que ya quedaba menos para que nos dejara de escribir. Pero cada año escribe cartas a mi amo pidiéndole muñecas nuevas con vida, que luego yo animo como marionetas. Y yo también escribo a mi amo, pidiéndole que algún día Wendy deje de escribir para decirme a mí en persona lo que quiere para Navidades. Papá Noel me dice que de momento, eso no es posible, porque los humanos aún no están preparados para romper la barrera que separa a la magia de la realidad, pero todo se andará.


Mun, the Christmas Doll

Al hilo de la propuesta solidaria de Mundoyas

Dibujo: Christmas Angel, de Cippow25

miércoles, diciembre 19, 2007

Pause


Me estoy tomando unos días de descanso bloggeril. Estoy con un par de proyectos y debo dejar aparcado un tiempo Los Secretos de la Rosa para poder centrarme bien en ellos. Pero volveré pronto, con un turrón bajo el brazo.

Cuidaos mucho,
Mun

miércoles, diciembre 12, 2007

Unmolested for a few days

Cuando quiso darse cuenta, era otra vez otoño. Había perdido la noción del tiempo que llevaba fuera de casa, huyendo de una pesadilla a la que ella misma puso fin. Ya ni recordaba el cuchillo ensangrentado que le tintineaba en el bolsillo.

Las crujientes hojas amarillentas tapizaban las vías del tren, pero dejaban intacto el raíl sobre el cual ella jugaba a la cuerda floja. El único sonido que la acompañaba era el silbido del viento. En todo aquel tiempo, no había visto un solo tren. Ni una sola persona. Sólo ella y la vía. Y una paz intranquila.

Se acabaron las noches en las que ella esperaba a su padre borracho. Se acabaron las noches en las que su padre dejaba de cortar leña para cortarle la infancia. Y empezaba un camino incierto hacia una niebla lejana, que cada vez se hacía más espesa; una oscura boca que se abría más y más para engullirla.

Cuando quiso darse cuenta, era otra vez de noche. Y esta vez, la oscuridad parecía no tener fin. La vía del tren había desaparecido para dar lugar a un cementerio alfombrado de putrefactas hojas amarillentas. Los nichos de mármol resplandecían como si fueran apariciones. Sólo había un cartel con el que orientarse, pero lo único que lograba era desorientarla más aún: “BIENVENIDOS A SILENT HILL”.

El cuchillo ensangrentado volvió a tintinear en el bolsillo de Angela, recordándole lo que había hecho.














Mun, la Duendecilla Cuentacuentos

Fotografía: Unmolested for a few days, de Hakanphotography
Imagen: Angela, de Silent Hill 2

martes, diciembre 11, 2007

Nº 1

Una vez más, hemos vuelto a volar. Os presento el Nº 1 de la revista Ícaro Incombustible, con nuevas colaboraciones y más obras de arte de las que podéis disfrutar. Para descargaros el fascículo en pdf, sólo tenéis que clickar en la imagen que hay debajo. Y si queréis aportar alguna obra vuestra, no dudéis en enviarla a revistaindependiente@gmail.com.

Espero que os guste:



















Pronto, os deshojaré más pétalos ;)
Besos a todos,
Mun

domingo, diciembre 02, 2007

Ícaro

Las turbulencias presagiaban lo peor. Ícaro tenía una sensación similar en el estómago, y la sangre se convertía en un acordeón dentro de sus venas. Había sido un mal día para perder el miedo a volar. Y ya no había vuelta atrás.

El piloto anunció con total aplomo a la desorientada tripulación que era necesario hacer un aterrizaje de emergencia. Su petición de mantener la calma resultaba cínica para las decenas de pasajeros que se agitaban en sus asientos entre gritos de horror y desconcierto.

Ícaro, en cambio, se sentía decepcionado. Las alturas siempre le habían causado fobia, y aquel vuelo era un auténtico reto para él. Un pequeño bache a la hora de conseguir su sueño de viajar por el mundo. Encerrado en su diminuto pueblo, se sentía incompleto; deseaba ver más, conocer más, impregnarse de la magia de países y culturas que sólo conocía a través los libros. No sabía qué relación tenía aquello con el vacío perenne de su alma, pero creía firmemente en que el viajar era una pieza más que le faltaba al puzzle de su realización personal.

Y no lo había hecho antes por pánico a las alturas.

Y si no viviera en aquella pequeña isla, que se le antojaba como un laberinto que se sabía de memoria, habría utilizado otro medio de transporte. Pero o era en avión, o se quedaba allí para siempre. Y fue en un impulso de aquellos de “ahora o nunca” que se decidió a comprar un billete para dar la vuelta al mundo.

Estuvo a punto de echarse atrás cuando se dirigía a la sala de embarque, pero le bastó una llamada a su padre para recuperar el ímpetu. Dédalo, que gracias a su talento y espíritu de superación se convirtió en el mejor arquitecto del país, confiaba en que su hijo llegaría mucho más alto. E Ícaro no estaba dispuesto a defraudarle. Ni mucho menos a sí mismo.

Al principio del vuelo, todo fue como la seda. Los cien nudos previos al despegue, más que asustarle, le resultaron emocionantes. Y una vez en el aire, se recordaba a sí mismo que el avión es el transporte más seguro del mundo tantas veces que se acabó convenciendo.

Y un inoportuno fallo del sistema de presiones lo trastocó todo.

Asfixia. Ícaro se sentía aprisionado dentro de una minúscula botella, ahogado por los gritos histéricos de los pasajeros, encajonado en su minúsculo asiento, oprimido por un cinturón prácticamente inflexible y amordazado con su máscara de oxígeno. Quería gritar, pero la voz no le llegaba a la garganta.

Mientras el avión perdía altitud, el alboroto ascendía. E Ícaro sentía que la espalda le iba a reventar de un momento a otro. Un latido estridente en los omóplatos que no era ni más ni menos que el deseo de volar. Un deseo que se estaba transformando en urgencia.

Se deshizo del cinturón con tal energía que casi lo partió. Se sacudió la máscara como si hubiera respirado en ella gas venenoso. Se levantó tan decidido que ni las correctísimas azafatas ni los aterrorizados pasajeros osaron detenerle. La espalda le aullaba cuando llegó a la puerta y ésta, como si obedeciera a una orden mental que el propio Ícaro le dio, se abrió y dejó entrar una potente corriente de aire que azotó a la tripulación.

La intensa ráfaga silenció los gritos que rogaban a Ícaro que no lo hiciera, pero lo hizo. Cerró los ojos y se zambulló en aquel mar de nubes y aire, para después sentir como su cuerpo se precipitaba contra un vacío que superaba sus peores pesadillas.

Entonces dos majestuosas alas se abrieron paso por su carne y su sudadera, y se extendieron llenas de un esplendor dorado que podía emular a cualquier estrella. Ícaro se quedó flotando en el aire lejos de un avión que cada vez descendía más y más. La espalda ya no le dolía más. La sentía renovada, como después de un reparador masaje. Intentó aletear un poco, pero sus nuevas extremidades permanecían entumecidas como si hubieran estado atadas durante años. Alargó las manos para palpárselas. Suaves. Fuertes. Reales. El corazón le vibraba. Se concentró y esta vez las movió como si siempre le hubieran pertenecido. El temor había fallecido en el corazón de Ícaro.

Surcó los cielos, cada vez más alto, alentado por el motor de sus sueños. A cada segundo veía el sol más cerca. Y a medida que los rayos de sol se apretaban más contra su piel, supo que ni el fuego podría detenerle.


Mun, la Muñeca Cuentacuentos

Imagen: Icarus, de Lepas

Dedicado a Ícaro, un gran guerrero de fuerte corazón, porque se lo prometí; y a todos aquellos que seguimos volando cada vez más alto


Y también se lo dedico a Carlos, por prestarnos su frase, y para que vuele un poco sin avión.

Un fuerte abrazo a todos.