martes, diciembre 19, 2006

La puerta abierta (IV)



Pero resulta que a veces las paredes pueden ser al mismo un muro y un velo. Y eso lo sabía Enrique, cuya oreja masoquista y curiosa se aplastaba contra la pared de la habitación. Al otro lado estaba el cuarto de Elena, cuyos gemidos desesperados apenas se percibían, antojándose para su vecino como puñales exquisitos. Cada uno le dibujaba en su mente una Elena lasciva, en el apogeo de su esplendor, cabalgando con los ojos vacíos a un atractivo desconocido, papel que él interpretaba en su imaginación. Mientras intentaba captar más sonidos del otro lado del muro, Enrique se mordía el labio inferior, azotado por la rabia y la lujuria. Habría querido derribar el tabique para conocer la desnudez de la ladrona de su sensatez, poseída por el embrujo de sus instintos primarios, para después indagar en ella con su propia carne. No obstante, otro lado de él le arrancaba de aquella pared para impedir el creciente sufrimiento que incendiaba su ira. A pesar de todo, Enrique se aplanaba contra el muro, usando de cámara oculta su oído mientras la joven se deshacía en sudor, saliva y aliento.

Finalmente, los gemidos cesaron y la pared le mostró a Enrique una paz aparente. En el espacio de dos minutos, que al hombre le parecieron dos horas, no se oyó el más leve crujido. Después, dos murmullos, uno masculino y otro femenino, se enlazaron en una conversación pausada e indescifrable. No se trataba de una discusión, ni de un intercambio animado, a juzgar por el volumen de las voces y la naturalidad en ellas. Al cabo de unos diez minutos, aquellos murmullos se desplazaron fuera del cuarto, acompañados de unos pasos. Enrique salió de la habitación y fue hasta la puerta de la calle, guiado por los ruidos. Clavó el ojo en la mirilla y buscó el mejor ángulo visual para captar a Elena, vestida con un pijama rosado de tirantes y pantalón corto, junto a su amante, que la miraba compungido mientras le asía las caderas.
–…es lo mejor.
–…pero…
–…yo ahora no busco nada, Marcos, sólo divertirme…
–Pero no me conoces, podríamos darnos los móviles, quedar…
–Es mejor que no…
–…no sabes cómo soy… a lo mejor te sorprendo…
–…que seas un chico estupendo, pero ahora mismo…
–…no podrías…
–…más difícil, por favor…
–Como quieras.
Después de aquella conversación, que Enrique oyó velada, el joven rubio se fue sin mediar palabra, con la expresión intacta, mientras que Elena volvió hacia dentro. El fotógrafo fue a la cocina para conversar con su lógica y su demencia mientras cenaba. Sin embargo, el pesado bloque de cemento acomodado en su estómago le impidió digerir alimento alguno. Se dio cuenta de que la dureza de las palabras de la chica le había arañado a él también. Eran ínfimas las posibilidades de poseerla, y todas ellas eran espejismos que transmutarían en realidades efímeras. Y bien sabía él que una noche no sería suficiente, sino que le envenenaría la sed hasta acelerar su camino a la muerte de su cordura. Entonces la lógica gritó más que la demencia, y Enrique resolvió aquella discusión con la medicina de la distancia: no la buscaría nunca más y empezaría a buscarse otro lugar donde vivir.

Durante dos meses consiguió esquivar con éxito a su vecina, a pesar de que no fue tan afortunado con la búsqueda de una nueva vivienda. Sonreía agradecido cada vez que veía aquella puerta cerrada, o cuando salía o entraba de casa y no había rastro de su presencia. Con el paso de las semanas, Enrique notó que se desintoxicaba; estaba más centrado en el trabajo, a pesar de seguir siendo un androide inanimado. Recordaba a Elena como una anécdota más de su vida, una bella mujer que le había hecho tambalear el sentido común. Pero nada más. Hasta el día en que se cruzó su imagen de nuevo.

Fue de camino a la biblioteca del barrio, mientras buscaba el carnet de socio en la cartera. Y lo consiguió sacar, junto a aquella fotografía desde la cual aquella preciosa enfermera le sonreía mientras empujaba una silla de ruedas. Aquella sonrisa en papel zarandeó el pulso sedado de Enrique, junto con la viveza del recuerdo de aquella joven y el deseo urgente y malherido que sólo ella sabía provocarle. Elena en la entrada de su nuevo piso. Elena asustada en el portal. Elena sacando a pasear a un anciano. Elena devorando a su amante. Elena rechazando a su amante. Sin apenas hablar con ella, sentía conocerla como a su más íntima amiga. Y tuvo la certeza de que si esa misma noche no conocía el tacto de su piel, moriría. Así que deshizo el camino de la biblioteca hasta su casa, rebosante de valor y decidido a saltar cualquier obstáculo con el fin de hacerla suya. Incluso si aquel obstáculo era la oposición de la joven a sus peticiones sensuales.

Cuando llegó, la puerta estaba abierta.

Mun, the Mad Doll

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