lunes, diciembre 24, 2007

Cuento de Navidad


Me costó mucho llegar a casa de Wendy. No porque no me supiera el camino, sino porque casi muero esquivando a toda la gente que iba y venía de hacer las compras. La verdad es que nunca he entendido por qué la gente compra tanto en estas fechas, ¡si para los regalos ya estamos nosotros! No sé quien se inventó eso de que los Reyes y Papá Noel son los padres. Ahora, desde que los niños ya no creen en la Navidad, en el Polo Norte y Oriente estamos muy tristes. Y los duendes especialmente. Cada vez que un niño dice “Los Reyes Magos no existen” o “Papá Noel no existe”, un duende o un paje muere. Sí, como las hadas.

Aquel año Wendy no había escrito ninguna carta. Ni a Papá Noel ni a los Reyes Magos. Y eso nos preocupó bastante. Por eso mi amo me envió a buscarla, para ver si podía saber por qué había dejado creer en nosotros, en la Navidad. Además, yo era el duende encargado de Wendy, el que la vigila cada día para ver si se porta bien. Y es una niña muy buena y estudiosa. En sus cartas no sólo pide cosas para ella, sino para sus hermanos y sus padres. Y siempre le hemos traído los juguetes que nos ha pedido. Pero ese año no recibimos ninguna carta de ella. Y nos temimos lo peor.

Por fin llegué a su casa. Después de evitar que me pisaran cuatro señores enterrados en bolsas, que me atropellaran tres coches apresurados y quedarme ciego con las centenares lucecitas navideñas que adornan la ciudad en esas fechas. No me costó nada escalar los balcones hasta llegar al suyo, y colarme por él hasta su habitación. Wendy estaba estudiando, como siempre, aunque tenía en los ojos un deje melancólico que jamás le había visto antes. Y entonces me di cuenta que en su habitación casi todos los juguetes que le regalamos en años anteriores ya no estaban. Ni las dulces muñecas con las que disfrutaba peinándolas, vistiéndolas y tratándolas de “hijas”. Ni los castillos de princesas en los que recreaba sus propios cuentos de hadas. Ni el tren eléctrico con el que se podía pasar horas inventando viajes. Cualquiera podría decir que se estaba haciendo mayor, pero Wendy sólo tenía nueve años.

Sólo un oso de peluche suave y marrón había sobrevivido de aquella inexplicable purga. Estaba tendido sobre la cama, en la misma posición en la que ella le había dejado caer sin cuidado. Parecía un guerrero derrotado. Me acerqué a él y lo reconocí: las Navidades pasadas, yo mismo envolví a ese osito y lo cargué en el trineo. Antes de meterlo en caja, estaba radiante, porque sabía que su dueña sería una niña buena y alegre. Y ahora, sus pequeños ojos negros me miraban tristes y desilusionados. Lo levanté como pude y lo senté en la colcha. Entonces me di cuenta de que Wendy nos miraba extrañada. Volvió a coger el peluche y lo enderezó dubitativa. Luego, reanudó su estudio.

Fue entonces cuando me percaté de que no me veía. Pero sí se había dado cuenta de que ella no había dejado al osito sentado. No me decepcionó mucho el hecho que no me viera. Al fin y al cabo, es una de las penas asumidas que tenemos los duendes. No me importaba, al contrario; me puse contento porque ya sabía qué hacer para verla sonreír.

Cogí los brazos del osito y los moví alternativamente. Luego hice lo mismo con las patitas. Ensayé toda clase de movimientos a espaldas de Wendy, que seguía concentrada en su libro, hasta estar seguro de poder controlar bien el peluche. Entonces, con un pequeño esfuerzo, lo cogí por detrás y le hice dar un par de botes sobre la cama. Entonces Wendy se giró de nuevo, sobresaltada, y miró al peluche con cierto temor. Se acercó a él lentamente, interrogativa, y yo me dispuse a bailar con el osito un vals imaginario, al ritmo de una canción que tejía en mi cabeza y que hilaba con un tenue tarareo.

Estaba muy nervioso, porque no sabía qué consecuencias podría tener mi actuación, y también debo confesar que no soy un estupendo bailarín. Pero me alivié al ver que la mirada de Wendy no era de terror, sino de un asombro encantador. Seguía todos los movimientos del oso con deliciosa expectación, y poco a poco aquella mueca se iba convirtiendo en una sonrisa emocionada. Finalmente, puse el osito de pie, justo ante ella, con uno de los bracitos tendido hacia la niña, como si la invitara a compartir con él la siguiente pieza. Ella vaciló unos instantes, pero después tomó al peluche, lo apretó contra el pecho y bailó con él un nuevo vals. Yo me quedé sentado en la cama, mirándoles fascinado. Wendy estaba radiante. Mientras con sus ágiles pasos dibujaba círculos por toda la habitación, pude ver en sus ojos más luz que todas las luces navideñas del mundo humano.

Creo que estuvo bailando cerca de media hora, hasta que finalmente se dejó caer sobre la cama con el osito en brazos, justo a mi lado. Lo abrazó con el mismo cariño que quien abraza a un ser querido al que hace años que no ve, y le confesó entre sollozos de felicidad:
–Y yo que no pedí a los Reyes que te dieran vida porque no pensaba que pudiera ser… A ti no te regalaré, como a los otros.
Cuando llegué a casa de Papá Noel, le dije lo que había sucedido. Entonces comprendió que Wendy no necesitaba más juguetes, sino un compañero de juegos. Es por eso que ahora vivo en su casa, animando a su osito de peluche como si éste tuviera vida propia. Y yo deseo que algún día me vea y me reconozca, aunque eso rompiera su ilusión por tener un muñeco con vida. Me gustaría que me llamara por mi nombre y me adoptara como un nuevo compañero de juegos; convertirme en su mejor amigo. De todos modos, soy feliz viviendo con ella jugando, ayudándola a estudiar, viéndola crecer… ¿Y sabéis? Antes, cuando Wendy cumplía años, me ponía triste porque sabía que ya quedaba menos para que nos dejara de escribir. Pero cada año escribe cartas a mi amo pidiéndole muñecas nuevas con vida, que luego yo animo como marionetas. Y yo también escribo a mi amo, pidiéndole que algún día Wendy deje de escribir para decirme a mí en persona lo que quiere para Navidades. Papá Noel me dice que de momento, eso no es posible, porque los humanos aún no están preparados para romper la barrera que separa a la magia de la realidad, pero todo se andará.


Mun, the Christmas Doll

Al hilo de la propuesta solidaria de Mundoyas

Dibujo: Christmas Angel, de Cippow25

miércoles, diciembre 19, 2007

Pause


Me estoy tomando unos días de descanso bloggeril. Estoy con un par de proyectos y debo dejar aparcado un tiempo Los Secretos de la Rosa para poder centrarme bien en ellos. Pero volveré pronto, con un turrón bajo el brazo.

Cuidaos mucho,
Mun

miércoles, diciembre 12, 2007

Unmolested for a few days

Cuando quiso darse cuenta, era otra vez otoño. Había perdido la noción del tiempo que llevaba fuera de casa, huyendo de una pesadilla a la que ella misma puso fin. Ya ni recordaba el cuchillo ensangrentado que le tintineaba en el bolsillo.

Las crujientes hojas amarillentas tapizaban las vías del tren, pero dejaban intacto el raíl sobre el cual ella jugaba a la cuerda floja. El único sonido que la acompañaba era el silbido del viento. En todo aquel tiempo, no había visto un solo tren. Ni una sola persona. Sólo ella y la vía. Y una paz intranquila.

Se acabaron las noches en las que ella esperaba a su padre borracho. Se acabaron las noches en las que su padre dejaba de cortar leña para cortarle la infancia. Y empezaba un camino incierto hacia una niebla lejana, que cada vez se hacía más espesa; una oscura boca que se abría más y más para engullirla.

Cuando quiso darse cuenta, era otra vez de noche. Y esta vez, la oscuridad parecía no tener fin. La vía del tren había desaparecido para dar lugar a un cementerio alfombrado de putrefactas hojas amarillentas. Los nichos de mármol resplandecían como si fueran apariciones. Sólo había un cartel con el que orientarse, pero lo único que lograba era desorientarla más aún: “BIENVENIDOS A SILENT HILL”.

El cuchillo ensangrentado volvió a tintinear en el bolsillo de Angela, recordándole lo que había hecho.














Mun, la Duendecilla Cuentacuentos

Fotografía: Unmolested for a few days, de Hakanphotography
Imagen: Angela, de Silent Hill 2

martes, diciembre 11, 2007

Nº 1

Una vez más, hemos vuelto a volar. Os presento el Nº 1 de la revista Ícaro Incombustible, con nuevas colaboraciones y más obras de arte de las que podéis disfrutar. Para descargaros el fascículo en pdf, sólo tenéis que clickar en la imagen que hay debajo. Y si queréis aportar alguna obra vuestra, no dudéis en enviarla a revistaindependiente@gmail.com.

Espero que os guste:



















Pronto, os deshojaré más pétalos ;)
Besos a todos,
Mun

domingo, diciembre 02, 2007

Ícaro

Las turbulencias presagiaban lo peor. Ícaro tenía una sensación similar en el estómago, y la sangre se convertía en un acordeón dentro de sus venas. Había sido un mal día para perder el miedo a volar. Y ya no había vuelta atrás.

El piloto anunció con total aplomo a la desorientada tripulación que era necesario hacer un aterrizaje de emergencia. Su petición de mantener la calma resultaba cínica para las decenas de pasajeros que se agitaban en sus asientos entre gritos de horror y desconcierto.

Ícaro, en cambio, se sentía decepcionado. Las alturas siempre le habían causado fobia, y aquel vuelo era un auténtico reto para él. Un pequeño bache a la hora de conseguir su sueño de viajar por el mundo. Encerrado en su diminuto pueblo, se sentía incompleto; deseaba ver más, conocer más, impregnarse de la magia de países y culturas que sólo conocía a través los libros. No sabía qué relación tenía aquello con el vacío perenne de su alma, pero creía firmemente en que el viajar era una pieza más que le faltaba al puzzle de su realización personal.

Y no lo había hecho antes por pánico a las alturas.

Y si no viviera en aquella pequeña isla, que se le antojaba como un laberinto que se sabía de memoria, habría utilizado otro medio de transporte. Pero o era en avión, o se quedaba allí para siempre. Y fue en un impulso de aquellos de “ahora o nunca” que se decidió a comprar un billete para dar la vuelta al mundo.

Estuvo a punto de echarse atrás cuando se dirigía a la sala de embarque, pero le bastó una llamada a su padre para recuperar el ímpetu. Dédalo, que gracias a su talento y espíritu de superación se convirtió en el mejor arquitecto del país, confiaba en que su hijo llegaría mucho más alto. E Ícaro no estaba dispuesto a defraudarle. Ni mucho menos a sí mismo.

Al principio del vuelo, todo fue como la seda. Los cien nudos previos al despegue, más que asustarle, le resultaron emocionantes. Y una vez en el aire, se recordaba a sí mismo que el avión es el transporte más seguro del mundo tantas veces que se acabó convenciendo.

Y un inoportuno fallo del sistema de presiones lo trastocó todo.

Asfixia. Ícaro se sentía aprisionado dentro de una minúscula botella, ahogado por los gritos histéricos de los pasajeros, encajonado en su minúsculo asiento, oprimido por un cinturón prácticamente inflexible y amordazado con su máscara de oxígeno. Quería gritar, pero la voz no le llegaba a la garganta.

Mientras el avión perdía altitud, el alboroto ascendía. E Ícaro sentía que la espalda le iba a reventar de un momento a otro. Un latido estridente en los omóplatos que no era ni más ni menos que el deseo de volar. Un deseo que se estaba transformando en urgencia.

Se deshizo del cinturón con tal energía que casi lo partió. Se sacudió la máscara como si hubiera respirado en ella gas venenoso. Se levantó tan decidido que ni las correctísimas azafatas ni los aterrorizados pasajeros osaron detenerle. La espalda le aullaba cuando llegó a la puerta y ésta, como si obedeciera a una orden mental que el propio Ícaro le dio, se abrió y dejó entrar una potente corriente de aire que azotó a la tripulación.

La intensa ráfaga silenció los gritos que rogaban a Ícaro que no lo hiciera, pero lo hizo. Cerró los ojos y se zambulló en aquel mar de nubes y aire, para después sentir como su cuerpo se precipitaba contra un vacío que superaba sus peores pesadillas.

Entonces dos majestuosas alas se abrieron paso por su carne y su sudadera, y se extendieron llenas de un esplendor dorado que podía emular a cualquier estrella. Ícaro se quedó flotando en el aire lejos de un avión que cada vez descendía más y más. La espalda ya no le dolía más. La sentía renovada, como después de un reparador masaje. Intentó aletear un poco, pero sus nuevas extremidades permanecían entumecidas como si hubieran estado atadas durante años. Alargó las manos para palpárselas. Suaves. Fuertes. Reales. El corazón le vibraba. Se concentró y esta vez las movió como si siempre le hubieran pertenecido. El temor había fallecido en el corazón de Ícaro.

Surcó los cielos, cada vez más alto, alentado por el motor de sus sueños. A cada segundo veía el sol más cerca. Y a medida que los rayos de sol se apretaban más contra su piel, supo que ni el fuego podría detenerle.


Mun, la Muñeca Cuentacuentos

Imagen: Icarus, de Lepas

Dedicado a Ícaro, un gran guerrero de fuerte corazón, porque se lo prometí; y a todos aquellos que seguimos volando cada vez más alto


Y también se lo dedico a Carlos, por prestarnos su frase, y para que vuele un poco sin avión.

Un fuerte abrazo a todos.

martes, noviembre 27, 2007

El trabajo (V)


No me detuve a preguntarle cómo se encontraba. Me subí al coche, lo puse en marcha y me lancé de nuevo a la carretera. Nunca me ha gustado correr más de lo necesario; suelo ser de los que van a una velocidad moderada y se dejan envolver por el paisaje, aunque sea el mismo de cada día. Me encanta apreciar cada detalle, desde una casita lejana hasta el sinuoso recorrido de un riachuelo anónimo. Me encanta apreciar cómo cambian estos pequeños detalles del paisaje si los baña el intenso sol de mediodía o la luz anaranjada del atardecer. Sin embargo, aquella vez no había tiempo para nada de eso. Aquella vez me sorprendí reventando los límites de velocidad.

A mi lado, Eva se arqueaba como si una aguja invisible le torturara la espalda. Gemía intentando esconder el dolor que sentía, mientras yo reunía todos los posibles para ir más rápido. Cuando entramos en la ciudad, pareció calmarse, y se quedó relajada, con la cabeza hacia atrás y los ojos entornados, mientras respiraba hondo. Tan hondo, que parecía robar todo el aire para ella.
–No me lleves al hospital ––suplicó en un hilo de voz.
–¡Pero, Eva, que te estás muriendo!
–No me van a querer curar… Aquí sólo hay hospitales para humanos… Y a mí no me querrán curar… Si en el resto del año no lo harían, hoy menos… Vamos a tu casa, Abel, por favor...
Eva conocía mi profesión casi mejor que yo. Y sabía que los cazadores de demonios tenemos en nuestras casas los medios para curar a los seres como ella. A veces los necesitamos bien vivos para interrogarles. Y yo, en aquella ocasión, la quería viva. Sin condiciones. Y sabía por qué, aunque me negara a reconocerlo.

La tumbé boca abajo en mi cama y le desabroché el vestido. Bajo la cremallera, descubrí dos secretos que me hicieron temblar, cargado de emociones que ahora no sabría explicar. El primero era que no había herida; sólo sangre seca. El segundo, era un diminuto cuadrado de tela recortado, enganchado a la cremallera. Cuando lo examiné, me di cuenta de que pertenecía a uno de mis pijamas; el que había usado Eva para dormir. Me estremecí.
–¿Tengo mal aspecto? –preguntó ella, con un inusual tono preocupado–. Me gustaría verme la herida, pero sabes que no puedo...
–Tranquila, está bien… Está mejor de lo que pensaba… ––farfullé mientras le limpiaba la espalda, asombrado. Su piel continuaba muy fría, pero lo podía aguantar.
–No lo sé, no me duele nada. A mí nunca me duele nada, hasta hace un rato. Era una sensación insoportable, pero me gustaba, porque era como ser humana por unos segundos…
–Eva, no te duele nada porque está cerrada la herida. ¿Es que puedes regenerarte instantáneamente?
–No... pero debe ser cosa de Gaia, que corrige todas las alteraciones que se hacen en el Día del Equilibrio. Todas…
Se incorporó despacio, con el vestido desabrochado. Y su espalda irguiéndose curvada me resultaba graciosa, como la de un animal que se despereza. Luego, se quedó sentada sobre la cama, con los dedos del pie rozando mi cadera.
–Qué decepción –agregó–. Yo quería ser uno de vosotros.
–¿Uno de nosotros?
–Sí. Ya te dije que hacer del pecado una vida normal se acaba convirtiendo en aburrido. Cuando lo prohibido se convierte en norma, ya no divierte. Y quise probar otra vida, algo que me llenara más. Os observaba a los humanos, cómo sufrís y disfrutáis de cosas que a mí me resultaban indiferentes. Hasta que las probé. Tenéis comidas muy ricas, como los cruasanes que me has dado esta mañana o un tazón de chocolate caliente que me preparé en tu casa, antes de que vinieras. Me gusta ir al cine y vivir lo que contáis en las películas, saltar en los conciertos de rock, visitar sitios como el Acantilado de los Ángeles, ir a los museos a ver cuadros, aunque no me guste cómo retratáis a los demonios, porque no nos parecemos en nada, como ya ves… Me encantan vuestras novelas, tanto las de ahora como las antiguas, y la poesía. Creo que incluso disfruto más de todo eso que vosotros, porque yo lo disfruto como si fuera una primera vez, cuando para vosotros es algo normal… Y aún me perseguís por ser un demonio… Supongo que me lo merezco, en el fondo, porque por mucho que la mona se vista de seda…
Mientras hablaba, mis ojos se caían en su leve sonrisa, que parecía estar luchando contra la máscara invisible de su rostro. Me fijé en sus dientes menudos, perfectamente alineados, que se confundían con sus finos labios.
–El otro día me puse triste, porque estaba en la discoteca… me gusta bailar, también… y estaba en el baño y había una chica. No era muy guapa, pero se miraba al espejo y sonreía encantada… Se pintaba los labios y parecía estar contenta con cómo le quedaban. Tenía los ojos muy negros… y le brillaban mucho… Entonces me di cuenta que yo nunca podré saber cómo me quedaría un pintalabios… Sé que soy albina y muy delgada, porque me veo el cuerpo, y sé que tengo el pelo muy largo y liso y blanco, porque me lo veo, aunque me lo peine a ciegas… Pero no sé cómo es mi rostro, ni cómo sonrío… ¿Sabes? No sé que me pasa últimamente, pero desde que vivo en la Tierra, sonrío a veces, me doy cuenta… Pero no lo hago voluntariamente, sólo cuando siento… El primer día que te vi salías de la agencia y tropezabas con una baldosa levantada. Me pareciste muy guapo, y estabas muy mono cuando te levantaste y te sacudiste la ropa. Mirabas a todos lados, rojo, rojo, rojo, y pensabas que nadie te vio, pero yo sí y allí fue cuando me fijé en ti. Y sonreía, pero no lo sabía. Sonreía como ahora, y todavía no sé cómo es mi sonrisa.
Aún creo que fueron imaginaciones mías, pero Eva brillaba. Como ya dije antes, su piel contrastaba con la penumbra de mi cuarto y resaltaba como si fuera una luna llena. Pero emitía un resplandor cálido. Y lo que más brillaba de ella eran sus ojos, que parecían volverse agua que goteaban por sus mejillas. Casi activado por un resorte, me saqué un pañuelo del pantalón y le sequé la mejilla.
–Es sangre lo que lloro, lo sé… Y eso mancha, no como las lágrimas vuestras. Os envidio en eso. Límpiame bien, que no quiero mancharte la cama.
–No digas bobadas, Eva. Sólo que para una vez que te veo emocionarte, no me gusta verte llorar.
Me quedé con la mano sobre su mejilla, absorto. Su piel era caliente. Temperatura corporal de 36 grados. O si no eran 36 grados, estaba cerca. Sin salir de mi asombro, recorrí su rostro con la yema de mis dedos, comprobando que el calor salía de cada poro. Ella se quedó seria y muy quieta, esperando alguna reacción mía. Cuando aparté la mano, sentí la suya sobre mi mejilla, para luego hacer en mi cara el mismo recorrido que yo hice en la suya. Finalmente, su mano acabó en mi nuca, y mientras su rostro se acercaba el mío, me sentí como si me pasearan el fruto prohibido por los labios.

Ya sé que muchos esperabais a esta parte de la historia, y muchos diréis que se veía venir. Y estoy de acuerdo con vosotros; era inevitable. Lo supe desde el momento en que la vi tendida en mi cama, viendo aquella película porno. También os quejaréis de que no se alargara el momento hasta la noche, pero las cosas pasan cuando han de pasar.

Pues sí. Sucedió.

Seguramente esperéis que os lo cuente todo con pelos y señales, y siento decepcionaros, pero no soy esa clase de hombre. Pero sí os diré que era como hacer el amor con alguien por primera vez. Yo nunca me había acostado con un demonio, y Eva, según me dijo después, había practicado el sexo muchas veces, pero nunca había hecho el amor.

Después, cuando ella se derrumbó sobre mi cuerpo, me adormilé pensando en que había infringido el Día del Equilibrio, y en las consecuencias que eso traería. También pensé que había caído en su telaraña y que me devoraría el alma. “Ella era tu trabajo, Abel”, se lamentó mi conciencia mientras se difuminaba en el sueño. “Llevabas detrás de ella un mes y cuando consigues atraparla, te dejas atrapar tú. Eres gilipollas, cuando despiertes, si Gaia no te ha destruido, habrá sido ella quien se habrá comido tu alma."

Y sin embargo, al despertar, que sería bien entrada la tarde, no había pasado nada.

Estaba solo en la cama, como tantas mañanas que había despertado en ella. Sobresaltado por unos dulces sollozos, me levanté, para encontrarme a Eva de pie delante del espejo de mi armario, tan desnuda como en nuestro encuentro amoroso. Con la boca entre las manos, sus ojos escarlata se deshacían en lágrimas saladas y transparentes, al mismo tiempo que se examinaba. Luego se giró y me miró, con el rostro empapado y radiante, mientras susurraba:
–Nunca me imaginé que tendría esta carita de japonesa.

FIN

Mun, the Humanized Doll

Dibujo: Lilith, de Silvair

miércoles, noviembre 21, 2007

El trabajo (IV)


Si conocierais a Caín, tardarías tiempo en daros cuenta de que es humano. Su grotesca figura encorvada y su mirada sombría en perpetua hostilidad hacían pensar que era un diablo. Pero era un cazador de demonios como yo. Bueno, como yo no. Él y yo teníamos un sentido de la justicia distinto, como me demostró una vez más en el Acantilado de los Ángeles Caídos.

Caín me apuntaba con su pistola de luz. Su gigantesca boca se deformaba en una risa monstruosa que aplaudía su victoria. Yo me preocupaba por tumbar a Eva en el suelo, lejos del precipicio, y por ahogar un inexplicable dolor que emergía en el centro de mi pecho.
–Eso, muy bien, déjamela aquí que mañana la cobraré –se burló sin dejar de reír.
–Eres un cabrón.
Apenas me salía la voz. Ni las lágrimas. Y tanto mejor, porque a Caín no iba a darle ese gustazo.
–Desde luego, Abel, no sé por qué todos los honorarios y los pluses iban para ti. Tú siempre has sido un blando como todos. Hasta ahora, no se te ha escapado ni uno, pero al plantarse este chochete delante has bajado la guardia. Yo de ti me la habría cargado hace horas.
–Pero cómo has podido…
Caín se agachó delante de mí. Con su mano libre, me agarró firmemente la barbilla y me obligó a mirarle. Resplandecía de satisfacción.
–No jodas que me vas a llorar por esta zorra del infierno. Mírala. ¿Pero no te dabas cuenta que iba contigo para esto, para que te diera pena matarla? ¡Vamos, hombre! Si es lo que ha hecho con todos. Tú no te mereces ser cazador de demonios. El sexo es el sexo y el curro es el curro. Mezclar las dos cosas fue lo que hicieron los demás, y mira de qué les sirvió. Si hay alguien que merece tanta recompensa y tanta fama, ése soy yo.
Aparté su garra de un manotazo, como si fuera una molesta mosca. La ira me explotó en la voz:
–¡TÚ ERES EL QUE NO MERECE SER CAZADOR DE DEMONIOS! ¡TÚ NO TIENES RESPETO POR NADA NI NADIE! ¡NOSOTROS TRABAJAMOS PARA LA JUSTICIA! ¡RESPETAMOS LAS NORMAS! ¡SE TE HA OCURRIDO PENSAR QUÉ DÍA ES HOY!
No me di cuenta, pero lo estaba zarandeado mientras él me miraba sorprendido, reanudando su risa demente. Finalmente, se zafó de mí y volvió a apuntarme con su pistola, mientras se atusaba su melena grasienta con la mano libre. Sobre mi frente sentí el gélido cañón mientras él me fusilaba con sus palabras.
–A eso es a lo que me refiero, Abel. Los blandos como tú se someten a las normas sin cuestionarlas. Putos borregos. ¿Por qué tiene que existir un puto Día del Equilibrio, a ver? ¿No es nuestra misión limpiar la Tierra de demonios? ¡Qué más da el día que sea! ¡Para algo somos cazadores de demonios, hostia! ¡Nuestra misión es mantener a la humanidad segura, joder! ¿De qué sirve darnos un día de descanso, en el que los demonios podrían hacer de las suyas? Y dirás: “no, Caín, incluso ellos respetan el Día del Equilibrio”. ¡Tú qué sabes! ¡Nunca te puedes fiar de ellos, no saben lo que significa la paz! ¡Y para eso estamos, Abel, para asegurar la paz a la Tierra! Si tú también crees que se merecen una tregua, es que no te mereces tu puesto.
Ni el propio Caín se creía su discurso. Él no luchaba por la justicia, ni por ideales nobles personales. Lo único que le interesaba era el dinero y superar a los demás. Sólo aceptaba trabajos por los que pagaran más de 2.000 euros, y sólo si éste implicaba disputárselo con otro. Desde que me inicié en la profesión, hará unos diez años, siempre trataba de desbancarme. Y ya sé que sonará poco modesto por mi parte, pero yo siempre he trabajado con tesón y constancia; siempre he procurado perfeccionar mi tiro, mis técnicas de investigación, y eso hizo de mí uno de los cazadores más valorados. Y Caín, que era más mediocre, siempre me detestó por ello.

Y ahora, con el caso Eva, era la suya. Yo le conocía tan bien que podía predecir cada paso de su plan. Hasta ahora se había dedicado a seguir mis pasos y averiguar cuál era mi misión. Ahora que había eliminado a Eva, iba a eliminarme a mí para colmar la satisfacción de su odio. Luego cargaría ambos cadáveres en el coche y los llevaría a cualquier comisaría para cobrar la recompensa por el demonio capturado. También alegaría que me mató por traidor, y eso le sumaría a su bolsillo unos 1.000 euros más. Pero Caín no contaba con el castigo que recibían los violadores del Día del Equilibrio.

Todos lo temen, pero pocos están informados de él. Y mi compañero no pertenecía a este último grupo. Él consideraba que la infracción del Día estaba penada con cadena perpetua, y que era un delito fácil de ocultar, como un robo. El muy inocente no sabía que Gaia estaba más atenta que nunca a los atentados que se hacían contra su paz. Y mucho menos sabía que, una vez se veía alterada, La Señora Universal corrige esta falta eliminando al infractor.

Por eso mismo, no tuve que luchar contra él. Mientras vomitaba su verborrea demagógica, se paralizó en seco, como si alguien lo desconectara. Entonces se irguió como si se hubiera pinchado en el pie y comenzó a voltear sobre sí mismo en un torbellino de gritos dolorosos. Finalmente, tropezó con el borde del acantilado y se despeñó. Las olas del mar lo engulleron y yo esperé que los espíritus de los ángeles fallecidos supieran limpiar su asquerosa alma.

Sin Caín, me sentí como si alguien me liberara de una carga que me lastimara los hombros. Me descubrí con una sonrisa aliviada en el rostro. Era una persona muy molesta en mi vida. Hasta aquel momento, sólo había sentido indiferencia hacia él, y debo reconocer que me costó darme cuenta de que, después de haber asesinado a Eva, lo odiaba con toda mi corazón. Y, por otro lado, su muerte me supo a poco. Después de tantos años parasitando mi vida, que hubiera aparecido y desaparecido en un fogonazo, me produjo cierto hueco descontento. No obstante, había dejado de existir, y eso era lo que importaba.

Con el dolor oprimiéndome las entrañas, volví hacia Eva y la levanté en brazos para llevarla hacia el coche. Me resultaba tan ligera que la aferré con fuerza por miedo a que el viento se la llevara con él. Antes de conocerla, cuando me la asignaron, pensaba que sentiría un alivio profundo al verla muerta. Y en realidad me sentí como si me hubieran arrancado un brazo.

Mientras la sentaba en el asiento del copiloto y le abrochaba el cinturón, me di cuenta de que respiraba. Su voz, que parecía el quejido de alguien a quien le acaba de sonar el despertador, me sobrecogió:
–¿Es así el dolor como lo sentís los humanos?


Mun

Continuará...


Imagen extraída de la serie Trinity Blood

domingo, noviembre 18, 2007

El trabajo (III)


Era evidente que no podíamos quedarnos en mi casa, pero salir juntos a la calle también era peligroso. Si bien no tenía el aspecto de un demonio, Eva no pasaba desapercibida; una muchacha albina siempre llama la atención, sin tener en cuenta a los cazadores que la perseguían. Así que el plan de llevarla a alguna cafetería quedaba totalmente descartado. Entonces, como un fogonazo de memoria, se me apareció un lugar al que podía llevarla y en el que pudiéramos estar solos.
–Corre, vístete.
–Si ya estoy vestida…
–¡Con mi pijama no, burra! Ponte algún vestido o algo.
Entonces, recordé que los demonios nunca usan ropa. Para ellos, el vestirse es una forma de ocultar la identidad, de inhibirse. Cualquier prenda para ellos supone una cadena que les impide liberarse y ser ellos. No obstante, no iba a dejar que Eva saliera a la calle con mi pijama. Y mucho menos, no iba a permitir que fuera desnuda.

La dejé esperándome en casa, tras hacerle jurar que no tocaría nada. Yo me fié, porque al ser el Día del Equilibrio, si se le ocurría robarme o indagar en mis archivos, la pena sería para ella. A pesar de ello, procuré ser veloz en mi recado.

Nunca se me ha dado bien comprar ropa para una mujer, aunque por Eva no iba a preocuparme demasiado. Afortunadamente, en la esquina de mi calle hay una tienda de ropa femenina, así que no tardé mucho. Ni siquiera me detuve en mirar la variedad de camisetas, pantalones y demás prendas. Y ni me molesté en comparar precios, calidad de la tela y adornos y estampados. Escogí un vestido negro de algodón de manga larga, muy sencillo. Esperé que le gustara y le sentara bien, aunque aquello no era lo importante.

Cuando se lo ofrecí, lo miró como si fuera un trapo. Me explicó que ella no usaba ropa y yo le expliqué por qué tenía que vestirse. Ni siquiera discutimos. Se limitó a encogerse de hombros y a cambiarse delante de mí. Debo confesar que me obligué a mí mismo a mirar por la ventana, y cuando me excusé diciendo que era para comprobar si había comenzado el desfile, me pareció oírle una risita.
–¿Me queda bien?
Le quedaba como un guante. No sólo porque yo acertara la talla, sino porque el contraste del negro con su piel lechosa resultaba genial. Y no sé si eran alucinaciones mías o no, pero sus ojos cobraban el brillo de los rubíes, sin perder su habitual inexpresividad.
–T-tienes un espejo… en mi habitación… si quieres mirarte… –farfullé, evitando mirarla.
–No me puedo reflejar en los espejos, Abel. Somos como los vampiros, no tenemos alma.
–Pues sí, estás muy guapa, aunque tal vez debas ponerte zapatos también.
Sin hacerme caso, se dirigió rauda a la puerta. Podía llevar ropa si las circunstancias lo exigían, pero los zapatos eran otra cosa. Ella caminaba poco (siempre se movía por el aire), y si lo hacía, le gustaba notar en sus plantas las rugosidades de la arena, el cosquilleo de la hierba, la dureza del asfalto. Cualquiera os la imaginaréis hecha un basilisco mientras me explicaba todo esto. Todo lo contrario. Hablaba con la frialdad de una estatua en su pedestal. Si no entendiera su idioma, no habría notado que estuviera enfadada.

En el coche, no cruzamos ni una palabra. Yo estaba concentrado en la carretera, procurando seguir el camino correcto, mientras sus ojos se deslizaban por los paisajes de conreo, las montañas y los campos de pasto, su expresión seguía siendo la misma, como la de alguien que ve una película insulsa por quinta vez.

Cuando llegamos al lugar, ella se bajó primera, y contempló aturdida lo que le rodeaba. Parecía que el azul inmaculado del cielo fuera a caer sobre ella, y que el mar se sublevara en una gigantesca ola que fuera a devorarla. Caminó girando sobre sí misma por el acantilado, intentando engullir con su mirada escarlata todo lo que veía.
–¿Qué sitio es este?
–La Roca de los Ángeles Caídos, le llaman algunos. Es un lugar precioso. Me encanta venir aquí cuando estoy triste.
Ella asintió, con ademán de no importarle mucho mi explicación, y se dirigió de nuevo al coche. Salí y la detuve.
–Esto es una mierda –contestó ella, cuando me interpuse en su camino.
–¡Pero si no me has dejado que te enseñe nada!
Eva agachó la cabeza, como si se le quemaran los ojos al cruzarse con los míos, y musitó:
–El cielo se ve muy bien desde aquí, y yo odio ese lugar con todo mi ser.
–No te he traído para ver el cielo…
Con suavidad, la conduje al borde del acantilado. Procuré no tocarla mucho, porque el frío de su cuerpo era como un mordisco de cien cuchillos sobre mi carne. Nos sentamos, con los pies colgando en el mar, y nos quedamos en silencio.

El rumor de las olas espumosa besándose contra las rocas era el único sonido. Eva me insistió en que le explicara qué tenía ese lugar de especial, y yo le respondía con el dedo sobre mis labios. De hecho, a mí mismo me sería difícil explicaros qué se sentía al estar allí. Era una sensación mística.

El Acantilado de los Ángeles Caídos era el cementerio en el que reposaban los ángeles muertos. Seguramente os han explicado que los ángeles son seres inmortales. Pues bien, no es cierto del todo. No pueden morir heridos con un arma, o de enfermedad, pero sí pueden morir de pena, o a manos de un diablo que les devore el alma. Entonces, cuando esto sucede, sus compañeros traen al difunto aquí y lo arrojan al agua, y éste se convierte en una ola más. Sin embargo, la esencia de un ángel nunca perece, y con cada oleaje, el mar emana la infinita bondad y la luz de los seres que yacen en él, y los que venimos aquí nos impregnamos de su espíritu.

Con Eva tuvo el mismo efecto. Tenía los ojos cerrados, y vi como sus labios se arqueaban en una dulce sonrisa. Parecía una niña sumida en un placentero sueño. Respiraba más hondo, como si anhelara absorber toda aquella paz y guardarla en su ser para siempre. Reconozco también que me resultaba encantador cómo se ondeaba su melena en la brisa.

Si me preguntáis, no sé por qué lo hice. Yo prefiero llamarlo instinto. Pero puse mi mano sobre la de ella. Y a pesar de que seguía siendo un carámbano, la noté menos fría. Aquella sensación me sobrecogió, pues podía quedarme así durante horas, olvidándome del frío que desprendía. Olvidándome de su naturaleza.

Entonces, como si nos arrancaran de cuajo aquella armonía, sonó un disparo. Fui rápido a la hora de sujetar a Eva, que resbalaba rocas abajo. Cuando la arrastré hacia arriba, inerte, me percaté del reguero que salía de su espalda, del mismo color de sus ojos. Cuando me giré, reconocí a uno de mis compañeros. Y no sabía qué me infundía más temor, si su pistola apuntando hacia mí o su mirada cargada de rencor, que me taladraba el alma.


Mun, the Cliff's Doll

Continuará...

Dibujo: The sun always shines, de Nefis

jueves, noviembre 15, 2007

El trabajo (II)


Mientras me arrebujaba entre las sábanas, se me ocurrió que tal vez podría pasarme el Día del Equilibrio en la cama. Una manera muy fácil de evitar a Eva. Aunque ella se encargó de romperme cualquier plan desde la primera hora de la mañana.

Aquella noche no me costó dormir, pues había tenido una semana muy dura. Y si bien esperaba un buen despertar, como resultado de una noche de sueño satisfactoria, fue más bien todo lo contrario. Ciertos detalles inusuales me fueron devolviendo poco a poco a la conciencia: primero un ligero peso al otro lado de mi cama, después una suave respiración al borde de mi oreja, y por último, una mano gélida acariciándome el rostro.

Y con la lucidez, llegó el susto.

Seguramente creeréis que los demonios tienen un tacto que quema, porque viven entre llamas y todo eso. Pues todo lo contrario. Tocar a un demonio es como tumbarse desnudo en una plancha de hielo. No creáis a la ciencia; el calor de un ser vivo procede del corazón, órgano del que carecen los demonios.

Tras saltar de la cama con un ridículo grito, rememoré los hechos del día anterior. Eva, que ya no llevaba puesto mi pijama, me miraba desde la cama con su mirada hueca.
–¿No te apetece hacerlo? –su voz sonaba seductora, en desacuerdo con su expresión.
–¿Hacer qué?
–Qué soso eres. Cuando me he metido desnuda en la cama de otros humanos, no se lo han pensado dos veces.
Yo ya lo sabía. El sexo era su arma. Eva se acostaba con todas sus víctimas y, cuando éstas se encontraban a su merced, les devoraba el alma. También lo hacía con cazadores de demonios, para que éstos se encariñaran con ella y no se atrevieran a matarla. Y ahora pretendía lo mismo conmigo.

Muchos me seguiríais diciendo de todo por no aprovechar la oportunidad a mi favor; tirármela y matarla. Pero yo no me fiaba de aquel monstruo y, como ya he dicho antes, detesto a los demonios. Sin embargo, debo confesaros que me costaba apartar la vista de aquel cuerpo que brillaba como una luna en la penumbra de mi cuarto.
–Qué pena, Abel. Con lo guapo que eres.
–Lo siento, Eva, pero yo no soy como los demás.
–¿Eres gay?
–No. Sencillamente me gustan las mujeres, no los demonios. Y recuerda qué día es hoy.
Sin darle opción a responderme, me fui a darme una ducha. Lo necesitaba. No sólo por lo que pensáis, sino porque para mí no hay nada como el agua caliente para despejarme del todo. Bajo aquel chorro reparador, me mordía los labios pensando en qué iba a hacer. El plan de dejarla en mi casa mientras yo me dedicaba a mis tareas quedaba anulado. Eva iba a estar persiguiéndome todo el día hasta conseguir su objetivo, y yo no quería situaciones incómodas. También podría haberme ido por ahí y dejarla a ella en casa, pero no me fiaba, por muy Día del Equilibrio que fuese.

Mientras me preparaba el desayuno, ella apareció en la cocina y se sentó a la mesa. Vestida, de nuevo, con mi pijama. Pero esta vez llevaba el que yo me había puesto aquella noche.
–Te he dejado el otro doblado en el armario. Éste me gusta más, porque huele más a ti.
La ignoré.
–¿Estás preparando café? Nunca lo he probado. Sé que es la droga que tomáis los humanos para estar activos. Nosotros no necesitamos esas cosas para estar al 100% de energía.
Yo me limité a servírmelo en mi taza y a sacar una bolsa de cruasanes del armario.
–Oye, ¿por qué no me preparas uno? Nunca lo he probado, pero tiene muy buena pinta.
Dejé la cafetera sobre la mesa y saqué un cartón de leche de la nevera. Ella cogió una taza del armario y se sirvió un café para ella. Yo estaba seguro de haber preparado café para mí solo, pero en la cafetera había para dos. Después de echarme la leche y el azúcar, no me molestó que ella hiciera lo mismo y que se sirviera unos pocos cruasanes. Si iba a tener que pasar el día con ella, debía aprender a soportarla.

Durante el desayuno, me esforzaba por fingir que aquel demonio era un objeto más de la casa. Pero sucedió algo que me lo impidió. Cuando Eva dio el primer sorbo a la taza, sus ojos rasgados se abrieron como alas de mariposa y un cálido destello los cruzó. Cuando dejó la taza en la mesa, su pequeña boca estaba arqueada en una leve mueca de sorpresa.
–Está… delicioso…
Lo siento, pero aquello me pareció tan curioso, que no pude evitar sonreír.
–Claro, mujer, ¿qué esperabas? Prueba los cruasanes también.
Mientras devoraba las pastas con ganas, olvidé que era Eva. Ante mí parecía tener a una niña pequeña que descubre el encanto de los dulces. Entonces mi cabeza empezó a despegar. Me pregunté si otros demonios que probaran el café con leche y los crusanes reaccionarían así. Y si así fuera, ¿podrían unos pocos dulces redimir sus almas perdidas?

Cuando Eva terminó de desayunar, sus ojos escarlata volvieron a su habitual opacidad, y su boca, a una línea recta inexpresiva. Entonces recordé que era un demonio. Y me acabé el desayuno desganado.
–¿Qué vamos a hacer ahora?
La misma pregunta me la había estado formulando yo durante todo el desayuno. Consciente e inconscientemente. Y ahora, la respuesta era urgente. Entonces recordé el tierno brillo que había visto minutos antes en aquellos ojos de sangre, y aquella mueca de sorpresa en esa boca infantil. Y pensé en volver a presenciar ese fenómeno.


Mun, the Demon Doll

Continuará...

Dibujo: Eve, de SiSero

lunes, noviembre 12, 2007

El trabajo (I)


–¿Qué haces?
–Ver porno, ¿y tú?
–Pensaba en ti.
–Normal. Soy tu trabajo, ¿no?
No esperaba encontrarla en mi propio cuarto, echada boca abajo sobre la cama, apoyada sobre los codos. Tenía la mirada impasible en el televisor, el cual le mostraba la escena artificial de una orgía. Se había puesto mi pijama verde, dentro del cual cabrían dos como ella. Era muy pequeña. Y muy pálida. Más que un demonio, parecía un ángel.

Me llamó la atención su larga melena nívea y lisa, por cómo desentonaba con su oriental rostro infantil. El único rasgo demoníaco en ella era el color de sus ojos: rojo escarlata. Sin embargo, la expresión en ellos no era maléfica. Tampoco benévola. Sencillamente, una desconcertante neutralidad. En otros demonios había conocido sólo dos tipos de miradas: la de infinita crueldad y la de terror, que reservaban para el momento predecesor a la muerte.

Eva apagó el televisor, silenciando los gemidos ortopédicos de aquellas rubias neumáticas, y se sentó en el borde de la cama. Con aquella voz, dulce y siniestra al mismo tiempo, me anunció:
–Ha sido un mal día para encontrarme. Hoy no puedes matarme. Es el Día del Equilibrio.
Tras recordarlo, me derrumbé. Hacía cincuenta años que se había firmado el Acuerdo del Día del Equilibrio. En aquel día estaba prohibida la interactuación de los tres mundos (Cielo, Infierno y Tierra), y ni siquiera los demonios se atrevían a violar aquella ley. Por eso no podía matarla. Ni ella a mí. Ni a ningún humano. Ni podría hacer de las suyas. Pero yo seguía sin entender qué hacía en mi casa. Podría haber aprovechado el día para buscar un buen lugar en el que esconderse, en lugar de resguardarse en la boca del lobo. Formulé esta duda en voz alta.
–He venido a facilitarte las cosas –respondió con el mismo tono ausente de emoción–. No quiero que te mates un día más buscándome por todo el planeta. Me quedo en tu casa y a medianoche me matarás.
Era la primera vez que un demonio se comportaba así. En aquel momento pensé que se trataba de alguna clase de trampa.
–¿Y por qué quieres que te mate?
–Estoy cansada. Tú nunca lo entenderías, porque eres mortal. Pero la excitación de lo prohibido se pierde cuando llevas pecando años y años. Supongo que ya sabes eso de que la inmortalidad acaba aburriendo.
Sentía en mi cerebro un atasco de ideas y pensamientos. Todo mi equipo de cazadores había estado detrás de Eva desde hacía un mes, y ella era toda una artista del despiste, la confusión y el escondite. Y cuando menos lo esperaba, me estaba esperando en mi casa, vestida con mi propio pijama y viendo una película porno. Y, por si fuera poco, me pedía que la matara. Algo allí no funcionaba bien.
–Y si te niegas o me echas de tu casa –prosiguió–, iré mañana a la comisaría, me entregaré y me matarán de todos modos. Y tú te quedarás sin la paga.
A esta clase de cosas me refería con lo de “artista de la confusión”. No dije nada más. Salí de la habitación entre mis propios aspavientos, intentando dispersar todas las voces que se agolpaban en mi cabeza. Me apoyé contra la puerta y me puse a valorar la situación.

A muchos os resultaré algo trágico. Seguro que me gritaríais de todo por no pasar el resto de la noche con aquella preciosidad, pero si supierais qué clase de cosas hacen los demonios, me daríais la razón y Eva dejaría de pareceros tan bonita. Y yo, como cazador de demonios, no soporto a esa especie.

Sin embargo, aquel día no podía matarla, como habría hecho en cualquier otra ocasión. Y ella me estaba ofreciendo un ultimátum. Debo decir que en aquella época yo estaba en ciertos apuros econónimos. Y por Eva las recompensas subían hasta los 5.000 euros. Por lo tanto, no podía permitirme dejarla escapar.

Miré el reloj. Hacía media hora que había comenzado el Día del Equilibrio. Me quedaban veinticuatro horas. La podía enviar al sofá a ver la televisión del salón, mientras yo dormía. Y al día siguiente yo me pondría a hacer mis tareas mientras a ella la dejaría viendo películas, leyendo algún libro o algo similar. No sé, ya lo pensaría. En aquel momento yo tenía mucho sueño y necesitaba recuperar mi pijama. Regresé a mi cuarto. Eva seguía sentada en el borde de mi cama, con su expresión vacía.
–Vale, muy bien. Te quedarás conmigo aquí hasta que acabe el Día del Equilibrio. Y mañana a medianoche te ejecutaré. Pero ahora necesito mi habitación y mi pijama. Si quieres seguir viendo porno, puedes ir al comedor. Pero yo quiero dormir.
Tras esto, abrí el armario para buscar algo que ofrecerle a ella para vestirse, pero ella estaba decidida en quedarse con mi pijama. Rauda, saltó de la cama y se dirigió al comedor. Antes de cruzar la puerta, me replicó:
–Lo siento, pero me gusta tu pijama. Huele a ti.
No tenía ganas de discutir con ella. Y, de todos modos, tenía más pijamas. Mientras me desnudaba, oí en la lejanía aquellos ortopédicos gemidos de las rubias neumáticas que jugaban a hacer del sexo un arte.


Continuará...


Mun, la Duendecilla Cuentacuentos

Dibujo: Lilith, de Vic-Mon

martes, noviembre 06, 2007

Egoafirmación























Podría
cortarme el flequillo para que uniera mis cejas
(o taparme un ojo con él para ver sólo media realidad),
desterrar los colores no-negros de mi armario
(aunque es el que mejor me sienta),
o vestir de princesa vampiresa
incluso para ir a tirar la basura.

O bien
calcar los dictados de Berskha, Zara y Mango
(Padre, me confieso de tener algunas de sus prendas),
y el peinado de sus maniquíes de piel y hueso,
restringir mi monedero a la lujuria de “cuanto más, mejor”,
(ni el de mis padres ni el de mi pareja),
erigir un altar a mi cuerpo y al dinero
y vaciarme en esencia.

O podría
llenarme de alfileres y tachuelas
(¿y si me pincho?),
ocultar el color de mi cabello, mis ojos, mi piel,
elaborar mis ideas al pie de las ajenas
(Sin cuestionar. Sin informarme. ¿Para qué?),
convencerme de no ser una oveja mientras sigo al rebaño,
de ser una diosa cuando soy una humana más.

Podría hacer todas esas cosas. Y más.
Y ya no sería Laura.


Mun

Imagen: Igntion, de Alyz

martes, octubre 30, 2007

Odisea























–¿Por qué el mar es azul? –preguntó Nausícaa mientras sus ojos se sumergían en las olas.
Si existiera alguna persona con voz de sirena, ésta sería Nausícaa. Ulises utilizaba La Odisea de Homero para esquivar la hipnótica mirada turquesa de la muchacha. Pero ante la voz de ella, no se pudo resistir a responder.
–N-no sé… –balbució– Creo que es porque refleja el cielo… o algo así.
–Eso es una leyenda urbana. El mar en sí es azul.
Ulises procuraba mantener la vista en las líneas del libro, que se tambaleaban junto al traqueteo del tren. Odiaba estar en aquellos asientos que no sólo te obligaban a ir de espaldas, sino a estar sentado cara a cara con un desconocido. Y es que no había algo más incómodo que buscar un lugar donde posar los ojos que no fuera la persona de delante. Mucha gente se toma las miradas como un desafío, otras como una invasión y otras como un indicio de acoso. Y en esta ocasión, el invadido/desafiado/acosado era él.

Hacía más de una hora que se habían subido en el tren, tras dos tediosas horas de autocar desde la estación de Sants. No lo quería admitir por temor a resultar un engreído para sí mismo, pero había jurado ver a esa chica apartar a la gente para asegurarse un asiento a su lado. Y cuando se subieron en el tren, la casualidad quiso que ella compartiera el asiento opuesto al de él. Aunque tenía dudas sobre si era el que le correspondía.
–Entonces, ¿por qué el mar es azul?
Esta vez, Nausícaa le había golpeado la rodilla, exigiendo una nueva respuesta. Y él tuvo que mirarla de nuevo. Aquel luminoso rostro aniñado y aquella bonita silueta habrían bastado para que cualquier hombre dejara la lectura de lado y se perdiera en su escote. Sin embargo, a Ulises le había llamado la atención lo bien que le sentaba aquella boina en su ondulada melena azabache, y el aspecto de marinera que le daba ese jersey a rayas rojas y blancas.
–¿No me vas a responder?
Ulises no estaba para impartir clases de ciencia. Ni siquiera para cortejar a una linda jovencita. Sólo quería llegar a casa.
–Mira, no estoy para eso. Estoy hecho polvo porque llevo tres horas de viaje, y las que nos quedan. Encima estoy cabreado porque me he enterado de que no nos devuelven el billete. Y tengo hambre y sueño. Y sólo quiero llegar a casa para cenar e irme a la cama pronto.
–Pero si hablamos, el viaje se hará más ameno, ¿no crees?
–Bueno, pero yo ya estoy con mi libro. Hay más pasajeros en el tren, si quieres.
Pero el resto de viajeros dormía. Y Nausícaa se había fijado en Ulises. Cualquiera de sus amigas le preguntaría qué había visto en un cuarentón soso y fofo, que ni tan sólo tenía la elegancia suficiente para llevar aquel traje. Y ella respondería que era el único que se dignó a ayudarla a subir una maleta que pesaba más que ella. Y que le atraía su mirada tímida e inocente, en desacorde con el resto de su aspecto.

Entonces la chica sacó un cuaderno de su bolso y un lápiz. Y con los ojos sumergidos en el mar que pasaba ante ellos en rápidas diapositivas, se puso a dibujar. Su lápiz hacía de él una fotografía perfecta, y Ulises no podía concentrar de nuevo su mirada en la lectura. Se encontraba hipnotizado por la danza del carbón sobre el papel, en el que trazaba unas olas perfectas que parecían moverse con vida propia. Sólo reaccionó cuando Nausícaa guardó el lápiz y sacó un crayón lila.
–Pero si el mar es azul…
–Bueno, no me has dado ningún motivo para ello. Y me gustaría ver un mar lila.
Antes de proseguir con la coloración de su obra, la muchacha escrutó a Ulises de nuevo con una sonrisa entre dulce y enigmática. Y de nuevo, aquellos ojos turquesa que le anulaban toda capacidad de pensamiento y habla. Y de nuevo, Ulises calló.

Ahora era el crayón el que bailaba una pieza de luces y sombras sobre el mar dibujado. Y él intentaba comprender qué quería comunicar la muchacha mediante ese paisaje inventado. Pero, ¿cómo iba a hacerlo, si ni él mismo sabía por qué el mar era azul? Como si leyera sus pensamientos, Nausícaa le respondía:
–En el mundo ya tenemos muchas normas que aceptar. El mar es azul y la hierba es verde. Y por mucho que nos empeñemos, no podemos cambiarlo. Sin embargo, en el arte somos dueños de nuestras normas y de los mundos que creamos. Y si yo creara un planeta, haría un mar violeta, porque es mi color favorito. El lila es el color de la magia, y un elemento tan lleno de misticismo como el mar, no puede tener otro color. Al menos, para mí.
Ulises la continuó contemplando mientras pintaba. Cuando acabó, Nausícaa le entregó la lámina.
–¿Para mí?
–Claro.
–¿Pero por qué?
–No sé. Me apetecía hacerte un regalo. Me has caído muy bien.
Ulises la cogió y la miró. A pesar de los colores, era un dibujo casi tan preciso como una fotografía. Lo dobló en dos y lo guardó en su maletín, junto con las actas de la reunión que había tenido ese fin de semana.
–Si te retratara a ti, te pintaría de marrón.
–¿Marrón por qué? –se sorprendió Ulises.
–Porque estás diluido en la tierra. Eres una abeja más del enjambre… No te lo tomes a mal, no te quiero ofender… Me refiero a que tienes una vida basada en tu empleo, y con una familia a la que dedicas el resto del tiempo. Lo sé por el traje que llevas y el anillo. No vienes de un viaje de placer, sino de negocios. Y si fuera de placer, habrías escogido otro medio sabiendo el follón que había en RENFE.
El hombre la miró embobado. ¿Qué edad tendría? ¿Diecinueve? ¿Veinte?
–¿Sabes qué? Voy a dibujarte a ti.
Acto seguido, Nausícaa le señaló el maletín al hombre y éste entendió lo que quería. Le devolvió el dibujo del mar, sobre el cual la muchacha inició una nueva danza con el lápiz. Estaba fotografiando con sus dedos a un Ulises distinto. No era un Ulises en traje sentado en el tren, sino un Ulises con la parte inferior en forma de pez, sentado a la orilla del mar. Cuando terminó el dibujo, se lo entregó de nuevo al hombre.
–¿No vas a pintarme de marrón?
Nausícaa negó con la cabeza, sin dejar de sonreír.
–El color depende de ti.
Nada más pronunciar aquella sentencia, una voz enlatada anunció por megafonía la siguiente parada. Ulises se apresuró en guardar La Odisea en el maletín y levantarse. Una hora de retraso que apenas había notado.
–¿Te vas?
–Claro, vuelvo a casa. Y tú también, ¿no?
Mientras negaba con la cabeza, le otorgó de nuevo aquella sonrisa tan peculiar.
–¿Entonces a dónde vas?
–Me quedo en el tren y visitaré más sitios. Quiero pintar mi vida de muchos colores.
–Ajá… –respondió Ulises desconcertado–– Ya nos veremos, supongo.
Se dio la vuelta, forzándose a no girarse para verla una vez más. Y se sobrecogió cuando notó la delicada mano de Nausícaa aferrarse a su chaqueta.
–¿Por qué no te quedas?
–T-tengo una familia que me espera… Mi vida… Mi trabajo…
–Pero yo podría pintarte de más colores que el marrón, si vienes a bucear conmigo…
Esta vez, Nausícaa no sonreía. Su preciosa mirada turquesa comenzaba a transformarse en agua y su sonrisa de sirena, en una mueca suplicante. Ulises le acarició la mejilla. Nácar.
–Lo siento, muchacha… Eres una chica muy interesante. Dibujas genial. Y se te ve muy inteligente. Y eres muy guapa. De verdad, eres preciosa. De las chicas más guapas que haya visto nunca. Pero me esperan en mi casa.
Con esfuerzo, Ulises abandonó el tren y tomó el autobús. Los atascos no consiguieron impacientarle, pues él continuaba en su pugna por no recordar a Nausícaa. Ni su voz de sirena, ni su dulce sonrisa enigmática. Ni el baile de sus lápices y crayones. Ni su reluciente melena azabache bajo la boina. Ni su mirada de mar. Si aquella chica tuviera algún color, sería el azul.

Tras casi cinco horas de viaje, llegó a casa. En el salón le esperaba Penélope, sentada en el sillón mientras practicaba punto de cruz. El cabello enredado en rulos que intentaban convertir lo liso en tirabuzón. La bata de guata azul desteñido. Aquellos ojos de color plomo que no sabían hablar. Y aquel abrazo mecánico, resultado de todas las esperas a las que estaba acostumbrada. Mientras la estrechaba contra sí mismo, Ulises comprendió que el gris de Penélope era el color que mejor le favorecía a su marrón.


Mun, la Duendecilla Cuentacuentos

Dibujo: Lost at Sea, de Gorjuss, en Deviantart

Dedicado con mucho cariño a Tormenta, porque que es una chica a la que admiro mucho como persona y como artista, y porque parte de la inspiración de este relato se la debo a sus escritos.

miércoles, octubre 24, 2007

Relojes























Relojes desbocados
agitados y agotados
controlan nuestra vida
cronometrada
al milímetro,
programada
hasta el último café.

(Oxígeno)

Relojes dictadores
nos atan los sentidos
a los ordenadores
y no volvemos a estar vivos
hasta más allá de las cinco.

(Dióxido)

Relojes que no dejan espacio
para acariciar bellos instantes,
para amar despacio,
para besar pequeños detalles
que nunca vemos importantes.


Mun, the Clock Doll

Dibujo: Clock Shop, de Vic Mon

viernes, octubre 19, 2007

La Bella Durmiente (V)


Como movido por un magnetismo hipnótico, se inclinó sobre ella. Apoyó las manos en ambos lados de la cama, por encima de los delicados hombros de la joven, con cuidado de no aplastar su preciosa melena. Se detuvo a diez centímetros de su rostro y su temblor se acentuó. De cerca, Aurora resultaba aún más hermosa y embrujadora. Pudo apreciar el brillo de sus cabellos soleados, la perfección de su nívea piel y el encanto de aquellos labios rosados que parecían llamarle.

Finalmente, dejó caer su boca en la de ella, al mismo tiempo que cerraba los ojos. Notó su lengua húmeda e inmóvil y la jugosidad de sus labios. El fruto prohibido del Paraíso tendría ese sabor. Bajó las manos hasta los hombros de la chica, sujetándolos con la misma delicadeza con la que uno sujetaría una muñeca de cristal. Y a medida que deslizaba sus labios por los de ella, creyó estar entrando en el cielo.

Tan sumido estaba en el beso que no se percató de la puerta abrirse, de las zancadas frenéticas que iban hacia él, ni de los jadeos agitados a su espalda. Sólo se percató de aquella mano (tal vez una garra) enfurecida que lo asió por la nuca y tiró de él hasta separarle de Aurora y arrojarle al suelo.

Al levantar la vista, lo vio. El enfermero.

La expresión iracunda del hombre era análoga al dragón de acero que usaba de colgante y que se sacudía al ritmo de su respiración. El restallido de sus dientes hizo que Felipe temiera una bocanada de fuego. De hecho, lo que salió de sus fauces fue algo similar:
–Puto cerdo de mierda. Ya sabía yo que no eras de fiar. Como te vuelva a ver por aquí te juro que te mato a hostias.
Cuando Felipe se incorporó, sin salir aún de su asombro, el enfermero lo agarró de la solapa y lo llevó casi a rastras hasta la puerta de la habitación. Luego se la cerró en las narices, no sin antes escupirle lleno de odio:
–Que no te vuelva a ver por aquí nunca más, hijo de puta.

El chico no se atrevió a entrar. Se marchó del hospital con la derrota pesándole en la cabeza. Y nunca supo si fue una alucinación, pero detrás de la cavernosa voz del enfermero le pareció oír un dulce gruñido, similar al de una niña que despierta de una pesadilla.

Felipe no volvió nunca más al hospital. No se atrevía a enfrentarse de nuevo al enfermero. A veces se culpaba por ser un cobarde, para después recordarse a sí mismo que no era ningún príncipe. Cada día que pasaba, el beso con Aurora se convertía en un recuerdo cada vez más vergonzoso. Se dio cuenta de la magnitud de lo que había hecho. Muchas mañanas se levantaba temeroso de tener que desayunar una denuncia por abuso.

Pasó el verano, del cual disfrutó un par de semanas junto a su padre, y llegaron los primeros fríos. No obstante, el chico había notado el frío en su alma desde su último encuentro con Aurora. A menudo visitaba a su abuela en el cementerio y pasaba largas horas sentado delante de la lápida, conversando mentalmente con la persona a la que más había querido en su vida. Le envolvía una soledad pacífica. En el cementerio, no había enfermeros. En los cementerios no había nadie. La gente no tiene tiempo para los que ya no están.

Y una tarde, cuando se dirigía a la tumba de su abuela, le pareció ver un ángel. Estaba de espaldas, arrodillado ante la lápida y depositando en ella un ramo de orquídeas. Llevaba un bonito vestido azul celeste y abundantes ondas de luz caían sobre sus hombros y espalda.
–¿Aurora?
La joven se levantó y se giró, sorprendida. Tenía unos ojos enormes, de un azul casi transparente, con el perfecto marco de sus pestañas rizadas y espesas. Parecían dos lagos de agua pura, cálida y brillante. Cualquiera que la mirara sentía impulso de zambullirse en ellos. Eran unos ojos preciosos, en armonía con el resto de una princesa como ella. Y Felipe agachó la cabeza decepcionado, porque no vio en ellos ni una leve señal de reconocimiento.

FIN


Mun, the Sleeping Doll

Fotografía: Sleeping Beauty, de Angel Demonn

Este cuento cuento va dedicado a mi muy querida Loth, en homenaje a su serie Cuentos Cruentos, que tanto me fascinaron y tantas veces he releído. Un abrazo muy fuerte, sis.

jueves, octubre 18, 2007

Los nuevos secretos de la rosa

¡Hola de nuevo, lectores!
Os doy la bienvenida a mi nuevo rosal. Como podéis ver, Loth ha hecho un trabajo fabuloso, y desde aquí quiero dar un cariñoso abrazo a una chica cuyo valor como artista y sobre todo como persona no se puede calcular.

El final de La Bella Durmiente está en camino. Siento si tardo, pero lo que más me cuesta de un cuento es hacer el final.

Y como no os habéis quejado mucho, un beso a todos :P

miércoles, octubre 17, 2007

Enderezando el rosal

¡Hola, lectores!
Disculpad si en unos días el blog anda algo "desastroso", pero mi querida Loth se ha ofrecido a regarme el rosal para que esté bien bonito. Así os despistáis con el diseño y no reparáis en la mala calidad de mis escritos :P

Estoy preparando el final de La Bella Durmiente, muy pronto lo podréis leer.

Disculpad las molestias.

Al que menos se queje le daré un beso,
Mun Light Doll

lunes, octubre 15, 2007

La Bella Durmiente (IV)


















A la mañana siguiente, Felipe tuvo que aceptar las normas. Una vez más. Las aprendió poco antes de cumplir los seis años, cuando su padre, entre lágrimas, le dijo que mamá “se había ido”. Un eufemismo que se derrumbó como una pared de cartón cuando pronto descubrió que la vida no es eterna.

Hacía un par de años, tuvo que aceptarlas de nuevo, cuando su abuelo cedió ante el dictado del tiempo. Y lo mismo había sucedido la noche anterior con su abuela. Para la salud, ochenta y siete años son demasiados.

Sin embargo, para Felipe, eran muy pocos. Su abuela había sido como una madre para él, ya que ella se había dedicado a criarlo desde niño cuando su padre no estaba en casa (y esto sucedía la mayor parte del tiempo). Ahora que ella se había ido, se sentía como un náufrago a la deriva.

Fue un funeral íntimo y sencillo. El cura, Felipe, su padre y las tías que sólo aparecen en Navidad, bodas y ocasiones como aquélla. Durante toda la ceremonia, el muchacho deseó con fervor que el estado de su abuela fuera sólo un coma o interrogante, más que un punto y final. Pero la muerte nunca concede prórrogas.

Tras el entierro, vino el ritual de pésames, despedidas e inciertas promesas de invitaciones a comer. Y después, cada uno regresaba a su vida cotidiana hasta la siguiente ceremonia familiar.

De camino a casa, el padre de Felipe le repitió un discurso similar al de otras tantas veces:
–Felipe, sabes que no hay cosa que me guste más que pasar unos días contigo, pero no puedo. Mi avión sale dentro de dos horas, así que nada más dejarte en casa me tendré que ir corriendo. Sabes que tengo que trabajar para que puedas comer y la pega es ésa, que en mi trabajo siempre tengo que estar para arriba y para abajo. Me encantaría que vinieras, pero no puedo. Pero te prometo que este verano vendré y estaré todo el tiempo que quieras contigo y te llevaré a muchos sitios, ¿vale? Va, no estés así, hombre. Sé cómo te sientes; yo también quería mucho a la abuela, y ella te ha criado desde pequeño, pero ya tienes dieciocho años, ¿no? Eres ya un hombre. Y un hombre como tú sabe cuidarse, ¿verdad? Felipe, mírame… ¿verdad que vas a saber cuidarte? Ése es mi chico. Cómo te quiero.

En casa, Felipe notaba constantemente un hueco muy grande que tenía la forma de su abuela. En más de una ocasión, le parecía oír su tierna voz apergaminada, o entrever su delgada silueta en cualquier rincón de la casa. Y a menudo, en su cerebro se repetía la última imagen que tenía de ella: postrada en un ataúd de pino, acolchada entre decenas de orquídeas, con ese vestido verde que tanto la favorecía y con sus dulces ojos y su cariñosa sonrisa cerrados para siempre. Cuando esto sucedía, el muchacho estallaba en lágrimas y sentía sobre los hombros el fantasma de la soledad. Y al evocar la extraña paz que transmitía su abuela en su sueño eterno, recordó a la única persona que podía hacerle compañía. Y ella no la iba a dejar morir.

Cada tarde, al salir de clase, Felipe volvía al hospital. Aurora permanecía en su letargo indefinido, sin mostrar señales de evolución. El chico se sentaba a su lado y la contemplaba entre suspiros. Se dejaba inundar por su paz, bebía con los ojos la luz que desprendía y seguía intrigado con su mirada. En silencio, fantaseaba con las conversaciones que pudieran tener cuando ella despertara, así como con sus citas.

Y en algunas ocasiones, decidía mostrar su adoración de forma material. Cada tres días le traía una rosa, la flor que consideraba más acorde con su belleza y su aroma, y la depositaba entre sus dedos. Y los momentos de tener contacto con su piel habrían sido más mágicos de no ser por la mirada vigilante del enfermero, con el que coincidía en no pocas ocasiones. El mismo enfermero que le echó bruscamente de la habitación la última tarde de su abuela. Él y Felipe nunca cruzaron palabras a pesar de pasar horas en la misma habitación. El chico nunca se atrevía a hablarle, pues se sentía cohibido con aquella mirada cargada de fuego y suspicacia.

No obstante, cuando estaba a solas con Aurora, confiando en que ésta le oyera a pesar de su estado, le hablaba. Se había presentado, le había hablado de su familia, en especial de su abuela y del cariño que ésta le había cogido. Le había hablado de la música que le gustaba, le relataba las películas y libros que más le habían impactado y de lo mucho que le gustaría compartirlos con ella. Le contó sus proyectos de futuro: entrar en la carrera de Derecho e ir a cursar un año en Inglaterra. Y nunca se cansaba de confesarle las ganas que tenía de conocerla y de llevarla a conocer muchos lugares.

Y una noche, mientras le cambiaba la rosa, se quedó largo rato con las manos de la chica entre las suyas. Pudo sentir, a través de su suave tacto, cómo fluía el calor de su interior hacia él. Era una sensación que le colmaba el corazón y le iluminaba cada rincón de su ser. Entonces contempló de nuevo su plácido rostro, prestando atención a aquella boca entreabierta que exhalaba paz. Y tal vez fueron imaginaciones suyas, pero le pareció que aquella noche había una fuerza hipnótica que clamaba a sus labios.

Felipe se preguntó si podía romper el hechizo de su princesa como en los cuentos de hadas.

Continuará...


Mun, the Sleeping Doll

Fotografía: Sleeping Beauty in the Wood, de Desiderata848

miércoles, octubre 10, 2007

La Bella Durmiente (III)


















Cuando llegó a casa, fue directamente a su habitación. Ni siquiera hizo caso a los rugidos de su estómago. Dejó la cartera a un lado y sacó un cuaderno de uno de los cajones. Inmediatamente, cogió un bolígrafo y derramó sobre las cuartillas las sensaciones agolpadas en su interior. Luego, intentó convertir esas sensaciones en versos, pero se derrumbó al comprobar lo torpes que resultaban. Él sabía que no era ningún poeta, pero no pretendía serlo. Tan sólo quería expresar con palabras lo que Aurora le había inspirado. Sólo con su belleza. Sólo con la luz que desprendía. Releyó el poema y pensó, borracho de ilusión, que tal vez la joven se despertaría al oír esos versos, al saber que había alguien que la esperaba.

Al día siguiente, Felipe regresó al hospital con la esperanza renovada. Llevaba un ramo de orquídeas para su abuela, y el poema doblado en un bolsillo del pantalón.
–¡Oh, mis favoritas! –exclamó la anciana al ver las flores– Eres un solete…
El chico fue hacia los brazos de su abuela, no sin antes echar un ojo a Aurora, que continuaba dormida. La misma posición que el día anterior. La misma expresión. Como si el tiempo no hubiera pasado para ella.

La anciana estrechó a su nieto, y él percibió la fragilidad creciente de la mujer. La alegría que mostraba al admirar el ramo tropezaba con su aspecto desmejorado. Estaba más flaca, más pálida y ojerosa.
–¿Cómo estás? ¿Te han dicho algo los médicos?
–Ay, estoy mucho mejor. Dicen que saldré pronto.
Felipe se estremeció ante la cruel ironía que ocultaba la frase. No sabía si su abuela la percibía también.
–Además, ya no estoy tan solita.
El muchacho la envidió en secreto. Por poder compartir una habitación con Aurora.
–Me da penita, la pobre –prosiguió la anciana–. Me gustaría que estuviera despierta, así podríamos hablar. Ella me contaría sus cositas y yo le hablaría de las mías. De mí, de papá, de ti. Además, si estuviera despierta, podrías hablar con ella, haceros amigos, y cuando saliera podrías llevarla al cine, al baile… No tiene familia, ¿sabes? Sólo a sus padres, y murieron en el accidente. Eso sí que es una desgracia… ¿Sabes, mi niño? Me habría gustado tenerla como nieta, ¿a que es guapa? Mírala, parece una princesita hechizada...
Entonces Felipe se acercó a la cama de Aurora y se sentó en una silla. Su suave respiración emanaba paz interior y el joven se vio inundado de ella. Sí, una princesa hechizada que embrujaba con su hermosura.

Se preguntó qué clase de princesa sería. Tal vez era como las de los cuentos que su abuela le relataba cuando era niño: dulce y bondadosa, con una sonrisa a flor de labios. O tal vez era una princesa como muchas que se había cruzado en su vida: egocéntrica y caprichosa, con el desdén a flor de ojos.

Los ojos de Aurora. El misterio sobre ellos le volvió a asaltar.

“A lo mejor, si escucha lo que le he escrito…”

Con las manos temblorosas, extrajo del bolsillo el papel doblado en cuatro.
–¡Oh, le has escrito una carta! –se maravilló su abuela con entusiasmo.
Con una torpeza adorable, causada por el nerviosismo, Felipe recitó sus versos, atento a cualquier posible reacción de la chica. Sin embargo, ella permanecía en su estado inalterable hasta el final del poema. La única que reaccionó fue su abuela:
–¡Te ha quedado precioso! –replicó emocionada– Seguro que le ha encantado. ¿Pero cómo es que te ha inspirado alguien que no conoces, tesoro?
–Lo sé, abuela, es ridículo –reconoció el chico, algo avergonzado y triste–. Pero cuando me fui a casa, me sentí así. Ojalá me oyera y supiera que la quiero conocer. Además, me parece injusto que la vida se detenga para alguien tan joven.
Se guardó el papel y volvió a la cama de la anciana. Ésta le recibió de nuevo entre sus brazos.
–No te preocupes, cielo. Sabes que está dormida, en un hechizo muy difícil de deshacer. Pero seguro que lo ha oído y le ha gustado mucho, aunque no pueda decírtelo ahora mismo. Seguro que ese poema ha entrado en sus sueños. Seguro que ha oído esa voz tan preciosa que tienes y en su interior está luchando para despertarse para…
La voz se le quebró en un violento ataque de tos. Se separó de su nieto, mientras luchaba por respirar. Palpó con la mano la cabecera de la cama hasta pulsar un botón. Felipe se sentía bloqueado. No sabía qué hacer. La impotencia le impedía hasta llorar.

Apareció un enfermero alto y corpulento, de rostro pétreo. Tenía la piel rojiza y escamosa, como si se hubiera excedido con el sol. A Felipe le llamó la atención el colgante que le tintineaba en el pecho con cada movimiento. Un dragón de acero enroscado sobre sí mismo, en ademán fiero. El hombre se acercó raudo a la abuela, no sin antes apartar a Felipe de un leve pero rudo empujón.
–Aparta –le escupió con una voz que parecía el eco de muchas noches de alcohol.
–Mi abuela…
–¡Estás molestando, chaval!
Ante el taladro de aquellos ojos flamígeros, el muchacho huyó hacia la sala de espera. Se sentó en una de las butacas y apoyó la cabeza entre las manos. Notaba cómo el latido desbocado de su corazón se propagaba por las sienes. Por cada vena del cuerpo. Intentaba calmarse con una repetida súplica que sólo lograba espolear sus nervios.

“Que no sea nada. Porfavorporfavorporfavor…”.


Mun, the Sleeping Doll

Fotografía: Sleeping Beauty, de Vampbabe

domingo, octubre 07, 2007

La Bella Durmiente (II)














Le costó varios segundos percatarse de que la compañera de habitación de su abuela era humana. En la cama contigua a la de anciana, dormía plácidamente una joven que no debía sobrepasar los veinte años. Sus abundantes ondas rubias se esparcían por la almohada como un océano de luz. Sus labios rosados y pulposos, entreabiertos, exhalaban aire al ritmo de su pecho adolescente, a juego con su delgado cuerpo, de curvas discretas.

Tras recuperarse de su parálisis, Felipe se acercó a examinarla mejor. Una piel nacarada y perfecta, sin una sola imperfección. Un rostro aniñado y hermoso. ¿Seguro que no era un ángel?
–¿Es guapa, verdad? –dijo su abuela con un guiño cómplice.
El chico no respondió. Estaba absorto en su contemplación, y se preguntó cómo sería la mirada que ocultaban esos párpados cerrados, perfilados por unas pestañas espesas y rizadas. Se imaginaba unos grandes ojos claros, casi transparentes, que lo mirarían con dulzura al despertar mientras le sonreía y le preguntaba su nombre.
–Se llama Aurora –añadió la anciana.
“Un nombre muy apropiado”, advirtió Felipe.
–Felipe, tesoro… ¿No vienes a darme un beso? –se quejó su abuela, con un tono casi infantil.
Como si acabase de despertar de un sueño, el chico fue hasta su abuela y la abrazó. La notó más flaca que el día anterior, y tuvo la sensación de estar abrazando a un ser de aire. Después le relató el informe diario sobre cómo había ido en clase, los exámenes que había hecho y lo bien que se estaba preparando para la selectividad. La anciana le respondía con una sonrisa que no se correspondía con sus ojos tristes. Le decía, agarrándose las lágrimas con los párpados muy abiertos, que se encontraba cada día mejor (dulce mentira que cada día su nieto creía menos). Luego le intentaba animar diciendo que su padre volvería este verano, que lo llevaría a pescar, a nadar a la playa y a recuperar los eternos meses que no habían pasado juntos.

En días anteriores, Felipe reaccionaba mordiéndose el labio inferior, en un vano intento de impedir el paso al llanto. No obstante, ese día fue diferente. Sus ojos estaban pegados a Aurora, atentos al momento en que despertara.
–No creo que despierte dentro de un rato. De hecho, es posible que no despierte nunca.
Aquella frase le sentó como un puñetazo en el estómago.
–¿¿Pero por qué??
–Está en coma, mi niño. Tuvo un accidente el año pasado y se ha recuperado de todas las heridas, pero se quedó en coma y aún no ha despertado.
Felipe calló. Todo su cuerpo estaba paralizado, sentado en la cama de su abuela. Sus ojos seguían clavados en la preciosa Aurora. “Es bella, bella, bella…”, se repetía el muchacho. Un coma es una incógnita; más que coma debería llamarse interrogante, porque nunca se sabe cuánto durará esa pausa de la vida. Quizás, mientras el chico discurría sobre el fin del sueño de Aurora, ésta abría los ojos y él conocía su color y su expresión. Quizás se la encontraría despierta al día siguiente, o quizás el mes que viene. Quizás no abriría nunca los ojos. Y este último pensamiento le provocó un escalofrío a Felipe que le recorrió toda la columna vertebral.
–No te pongas triste, tesorito –le consoló su abuela–. A lo mejor se despierta. Dicen que las personas en coma siguen oyendo a los que están cerca. Así que es posible que nos esté oyendo. A lo mejor le gustaría conocerte –sugirió, con un leve rubor en sus apergaminadas mejillas–, y entonces se despertará.

Felipe tenía claro que no moriría sin conocer el color de la mirada de aquel ángel en el purgatorio.

Continuará...

Mun, the Sleeping Doll

Imagen: Sleeping Beauty, de Foxfires

martes, octubre 02, 2007

La Bella Durmiente (I)


















Cuando en clase de religión le hablaban del cielo, el infierno y el purgatorio, Felipe se imaginaba a éste último en forma de hospital. Sobre todo desde que ingresaron a su abuela allí. En aquella habitación que se le antojaba como la antesala a la muerte.

“Se pondrá bien pronto”. La experiencia anterior con su abuelo le demostró que esa frase prefabricada no era más que un analgésico que mitigaba lo inevitable.

Y sin embargo, procuraba engullirse ese analgésico, junto a sus lágrimas, una tarde más, mientras se dirigía a aquel purgatorio. Una dimensión aparte, poblada de batas blancas, paredes inmaculadas envejecidas y un nauseabundo olor a antiséptico. Y en aquella habitación, la esperanza de Felipe se apagaba junto a la vida de su abuela, en cuyo rostro se encendía con esfuerzo una sonrisa.
–Hoy me traen una compañera de habitación, hijito –le dijo por teléfono a la hora de comer, mientras intentaba sonar contenta–. Al menos no estaré tan solita cuando tú estés en el colegio.

Aquella tarde, antes de entrar en la habitación, al coger el pomo, notaba algo distinto en aquel nauseabundo olor a antiséptico. Un ligero perfume a rosas jóvenes le acariciaba despacio e iba aumentando su intensidad a medida que abría la puerta.

Cuando entró, Felipe comprendió que los ángeles también vivían en el purgatorio.


Mun, the Sleeping Doll

Continuará...

Fotografía: The Sleeping Beauty, de Alexia Bleedel

miércoles, septiembre 26, 2007

Un año de secretos

El 17 de septiembre hizo un año que "Los Secretos de la Rosa" floreció. Y, como si se tratara de un verdadero rosal, ha crecido y evolucionado.

Por eso, quisiera agradeceros el simple hecho de que me leáis, sea en silencio o no, y sobre todo, quisiera dar gracias también a las personas que me apoyan tanto dentro como fuera de este blog.

Para cada uno de vosotros, un pastelito de la película Ghost World, con el que a mí se me hizo la boca agua:



Besos con pétalos,
Mun Light Doll

domingo, septiembre 23, 2007

¿Y si...?


La conciencia se desliza a través de mis párpados pesados, mientras yo me sumerjo en el sueño. Me he puesto ese camisón que tanto te gusta, porque sé que te veré y quiero estar lo mejor posible para ti.

Y puntual a nuestra cita onírica, allí estás tú. Me recibes primero con tu sonrisa de luna tallada, para después saludarme con tus brazos rebosantes de amor. Entonces nos envolvemos en cadenas de besos y caricias, hasta llegar al punto que tu piel de ángel es mi propia piel, y mi aliento es tu propia respiración.

Cuando has derramado toda tu alma en mí, me abrazas con fuerza contra tu pecho como si quisieras que me fusionara con tu corazón. Tus lágrimas son una lluvia lenta sobre mis mejillas; caen sobre mi pecho, y se metamorfosean en pétalos carmesí que componen una rosa.

Acaricio la flor como si fuera tu rostro, y a medida que la conciencia regresa a mis párpados desperezados, el tacto aterciopelado de la rosa sigue entre mis dedos. Y cuando despierto del todo, veo que la rosa sigue entre mis manos y en mi piel desnuda siguen frescas tus huellas amorosas. Entonces me pregunto: “¿y si…?”.


Mun, the Doll of the Rose

¿Y si durmieras? ¿Y si en tu sueño, soñaras? ¿Y si soñaras que ibas al cielo y allí recogías una extraña y hermosa flor? ¿Y si cuando despertaras tuvieras la flor en tu mano? Ah, ¿entonces qué? (Coleridge)

Fotografía: Ma rose morte, de In Memory of Other

martes, septiembre 18, 2007

Vida















Quiero que mi vida sea de ésas que se inmortalizan en un libro.

Me niego a ser una pieza más del engranaje. Un androide con un programa diario. O una actriz que acata el dictado del director.

De lunes a viernes. De 9 a 5. Y los domingos al Carrefour.
Esa vida no es para mí.

Cocina, limpieza, compra, niños. Casa.
No me hicieron para ello.

Quiero ser la guionista de mi vida. Quiero una vida especial, vivir un sueño materializado. Quiero una vida que sea mía.

Tal vez me la merezca.

Tal vez pida demasiado.


Mun, la Muñeca Cuentacuentos

Fotografía: Capture, de FaerieNymph

lunes, septiembre 17, 2007

Nº 0 Ícaro Incombustible

Me hace mucha ilusión comunicaros que el nº 0 de la revista Ícaro Incombustible está disponible para todo el mundo. Si queréis echarle un vistazo, podeís descargarlo pinchando en la imagen de abajo. No olvidéis que es un proyecto abierto, así que si queréis colaborar en él, no dudéis enviar vuestra solicitud a revistaindependiente@gmail.com. Podéis colaborar con cualquier poema, relato, artículo, reflexión, pintura, fotografía, dibujo, etc.

Saludos y besos a todos,
Mun Light Doll

miércoles, septiembre 12, 2007

Snowhite Queen















Dame esa manzana colorada,
teñida de tu verde veneno.
Tal vez cuando yo sea eliminada
serás la más bella de tu reino.

Dame esa manzana envenenada;
tu admiración corrupta al extremo.
Cuando a tu alrededor no haya nada
serás la más bella de tu reino.


Mun, the Snowhite Doll

Fotografía: Snow White, de SpectralFairy