domingo, noviembre 18, 2007

El trabajo (III)


Era evidente que no podíamos quedarnos en mi casa, pero salir juntos a la calle también era peligroso. Si bien no tenía el aspecto de un demonio, Eva no pasaba desapercibida; una muchacha albina siempre llama la atención, sin tener en cuenta a los cazadores que la perseguían. Así que el plan de llevarla a alguna cafetería quedaba totalmente descartado. Entonces, como un fogonazo de memoria, se me apareció un lugar al que podía llevarla y en el que pudiéramos estar solos.
–Corre, vístete.
–Si ya estoy vestida…
–¡Con mi pijama no, burra! Ponte algún vestido o algo.
Entonces, recordé que los demonios nunca usan ropa. Para ellos, el vestirse es una forma de ocultar la identidad, de inhibirse. Cualquier prenda para ellos supone una cadena que les impide liberarse y ser ellos. No obstante, no iba a dejar que Eva saliera a la calle con mi pijama. Y mucho menos, no iba a permitir que fuera desnuda.

La dejé esperándome en casa, tras hacerle jurar que no tocaría nada. Yo me fié, porque al ser el Día del Equilibrio, si se le ocurría robarme o indagar en mis archivos, la pena sería para ella. A pesar de ello, procuré ser veloz en mi recado.

Nunca se me ha dado bien comprar ropa para una mujer, aunque por Eva no iba a preocuparme demasiado. Afortunadamente, en la esquina de mi calle hay una tienda de ropa femenina, así que no tardé mucho. Ni siquiera me detuve en mirar la variedad de camisetas, pantalones y demás prendas. Y ni me molesté en comparar precios, calidad de la tela y adornos y estampados. Escogí un vestido negro de algodón de manga larga, muy sencillo. Esperé que le gustara y le sentara bien, aunque aquello no era lo importante.

Cuando se lo ofrecí, lo miró como si fuera un trapo. Me explicó que ella no usaba ropa y yo le expliqué por qué tenía que vestirse. Ni siquiera discutimos. Se limitó a encogerse de hombros y a cambiarse delante de mí. Debo confesar que me obligué a mí mismo a mirar por la ventana, y cuando me excusé diciendo que era para comprobar si había comenzado el desfile, me pareció oírle una risita.
–¿Me queda bien?
Le quedaba como un guante. No sólo porque yo acertara la talla, sino porque el contraste del negro con su piel lechosa resultaba genial. Y no sé si eran alucinaciones mías o no, pero sus ojos cobraban el brillo de los rubíes, sin perder su habitual inexpresividad.
–T-tienes un espejo… en mi habitación… si quieres mirarte… –farfullé, evitando mirarla.
–No me puedo reflejar en los espejos, Abel. Somos como los vampiros, no tenemos alma.
–Pues sí, estás muy guapa, aunque tal vez debas ponerte zapatos también.
Sin hacerme caso, se dirigió rauda a la puerta. Podía llevar ropa si las circunstancias lo exigían, pero los zapatos eran otra cosa. Ella caminaba poco (siempre se movía por el aire), y si lo hacía, le gustaba notar en sus plantas las rugosidades de la arena, el cosquilleo de la hierba, la dureza del asfalto. Cualquiera os la imaginaréis hecha un basilisco mientras me explicaba todo esto. Todo lo contrario. Hablaba con la frialdad de una estatua en su pedestal. Si no entendiera su idioma, no habría notado que estuviera enfadada.

En el coche, no cruzamos ni una palabra. Yo estaba concentrado en la carretera, procurando seguir el camino correcto, mientras sus ojos se deslizaban por los paisajes de conreo, las montañas y los campos de pasto, su expresión seguía siendo la misma, como la de alguien que ve una película insulsa por quinta vez.

Cuando llegamos al lugar, ella se bajó primera, y contempló aturdida lo que le rodeaba. Parecía que el azul inmaculado del cielo fuera a caer sobre ella, y que el mar se sublevara en una gigantesca ola que fuera a devorarla. Caminó girando sobre sí misma por el acantilado, intentando engullir con su mirada escarlata todo lo que veía.
–¿Qué sitio es este?
–La Roca de los Ángeles Caídos, le llaman algunos. Es un lugar precioso. Me encanta venir aquí cuando estoy triste.
Ella asintió, con ademán de no importarle mucho mi explicación, y se dirigió de nuevo al coche. Salí y la detuve.
–Esto es una mierda –contestó ella, cuando me interpuse en su camino.
–¡Pero si no me has dejado que te enseñe nada!
Eva agachó la cabeza, como si se le quemaran los ojos al cruzarse con los míos, y musitó:
–El cielo se ve muy bien desde aquí, y yo odio ese lugar con todo mi ser.
–No te he traído para ver el cielo…
Con suavidad, la conduje al borde del acantilado. Procuré no tocarla mucho, porque el frío de su cuerpo era como un mordisco de cien cuchillos sobre mi carne. Nos sentamos, con los pies colgando en el mar, y nos quedamos en silencio.

El rumor de las olas espumosa besándose contra las rocas era el único sonido. Eva me insistió en que le explicara qué tenía ese lugar de especial, y yo le respondía con el dedo sobre mis labios. De hecho, a mí mismo me sería difícil explicaros qué se sentía al estar allí. Era una sensación mística.

El Acantilado de los Ángeles Caídos era el cementerio en el que reposaban los ángeles muertos. Seguramente os han explicado que los ángeles son seres inmortales. Pues bien, no es cierto del todo. No pueden morir heridos con un arma, o de enfermedad, pero sí pueden morir de pena, o a manos de un diablo que les devore el alma. Entonces, cuando esto sucede, sus compañeros traen al difunto aquí y lo arrojan al agua, y éste se convierte en una ola más. Sin embargo, la esencia de un ángel nunca perece, y con cada oleaje, el mar emana la infinita bondad y la luz de los seres que yacen en él, y los que venimos aquí nos impregnamos de su espíritu.

Con Eva tuvo el mismo efecto. Tenía los ojos cerrados, y vi como sus labios se arqueaban en una dulce sonrisa. Parecía una niña sumida en un placentero sueño. Respiraba más hondo, como si anhelara absorber toda aquella paz y guardarla en su ser para siempre. Reconozco también que me resultaba encantador cómo se ondeaba su melena en la brisa.

Si me preguntáis, no sé por qué lo hice. Yo prefiero llamarlo instinto. Pero puse mi mano sobre la de ella. Y a pesar de que seguía siendo un carámbano, la noté menos fría. Aquella sensación me sobrecogió, pues podía quedarme así durante horas, olvidándome del frío que desprendía. Olvidándome de su naturaleza.

Entonces, como si nos arrancaran de cuajo aquella armonía, sonó un disparo. Fui rápido a la hora de sujetar a Eva, que resbalaba rocas abajo. Cuando la arrastré hacia arriba, inerte, me percaté del reguero que salía de su espalda, del mismo color de sus ojos. Cuando me giré, reconocí a uno de mis compañeros. Y no sabía qué me infundía más temor, si su pistola apuntando hacia mí o su mirada cargada de rencor, que me taladraba el alma.


Mun, the Cliff's Doll

Continuará...

Dibujo: The sun always shines, de Nefis

9 recogieron sus pétalos:

Klover dijo...

Aquí estamos ^^

El "final" totalmente inesperado y el relato, en esencia, un placer de lectura.

Destacar tu forma de mostrarnos los detalles, me ha gustado especialmente el fragmento de la muerte de los ángeles (y mira que no me gustan mucho ^^)

¡Un besillo!

Anónimo dijo...

Ultimamente he jugado a la ausencia de mi blog..pero tenia que venir a saludar :)


Besos

Anónimo dijo...

Juraría que ayer te dejé un comentario >.< En esencia, te dije que me encanta esta historia y el giro que va tomando: primero el cariño; después, el disparo... y en el punto más interesante el continuará, como siempre T-T Volveré para leer el resto ^^

Pedro dijo...

¡Pero estaban en el día del equilibrio! ¡Eso es hacer trampas! Me has dejado roto con lo del disparo. Del resto de la historia no te digo nada que te vas a pensar que soy un pelota redomada:P En su conjunto las tres partes tienen un tono delicioso, y esta no es menor :)


Un abrazo,

Pedro.

TORO SALVAJE dijo...

Te la has cargado????, ahora que estaba encaprichando de ella...., espero que lo que venga me compense, tu misma.

Besos.

Anónimo dijo...

Delicioso. :)

Me tienes atrapada, malvada!! =P

Un beso Doll.

Anónimo dijo...

Los acantilados son mágicos, y no deja de ser paradójico llevar a un demonio a uno de los lugares donde más paz se puede encontrar.

Me ha gustado especialmente el lento pero firme cambio en el personaje, que aunque ya apuntaba maneras, poco a poco va cayendo en las redes de su presa. El cazador cazado.

Toque de suspense final, me encanta :D

Un besazo, artista!

Polux dijo...

todavía falta?


ya me desespero...

espero...

saludos!

tormenta dijo...

te metes en la historia y no puedes salir, de nuevo, genial :*