Después de apurar el antepenúltimo cigarrillo del día, aquel placer nocivo que tanto le agradaba, Damián se colocó la camiseta negra y lisa, salió a coger su bicicleta y se dirigió, como cada noche, a casa de su mejor amigo. De su único amigo.
Por la calle la gente miraba recelosa al muchacho debido a su siniestro aspecto: desgarbado como un garabato, siempre vestido de negro, media melena no bien cuidada, grandes ojos marrones, hundidos y tristones. Pero a Damián lo que la gente pensara y dijera de él le traía sin cuidado, pues la indiferencia era parte de su filosofía, de su modo de vivir; un ángel rebelde que renegaba de una sociedad uniformada y superficial, programada como vulgares androides.
−Hoy has venido más tarde de lo normal −advirtió Sergio al abrirle, sin el mínimo enfado. Era un comentario sin más.
−Me he entretenido un poco, tío. Lo siento.
Sergio vivía solo desde los dieciséis años, lo cual no parecía importarle a nadie, ni a los vecinos ni a las autoridades. Él también estaba al margen de la sociedad, y ésta tampoco le aceptaba.
Después de cenar gustosos un par de pizzas mientras compartían emocionantes partidas en la videoconsola, los dos amigos se dispusieron a filosofar un poco, como cada noche, acompañados por sus pitillos, sobre los temas que más les apasionaban. Y no eran el fútbol y las chicas.
—Leí que para la ouija se necesitan como mínimo cuatro personas —comentó Damián en tono un tanto erudito—. Los espíritus no perciben masas energéticas menores. Por eso tú y yo solos no podemos jugar.
—Pues mira que a mí me gustaría conseguir un tablero, no creas. Estoy seguro de que en el pueblo hay más gente de nuestro rollo. Pero no lo sabemos porque nos pasamos todas las noches aquí en mi cuarto.
—¿Acaso no te gusta que venga a verte?
—No es eso, tío. Sabes que me gusta que estemos juntos, porque eres como mi hermano, joder. Pero podemos salir a ver si hay más peña como nosotros. Me niego a pensar que todos son unos putos borregos que sólo se preocupan por no salirse del rebaño.
Damián dio una larga calada a su cigarrillo, observó curioso a su amigo y a su afán de conocer “gente decente”, como él la llamaba. Pero le atraía más el tema de antes:
—Pero, Sergio, tío, te juro que esos juegos me vuelven loco…
El chico lo miró serio, como censurándole:
—No llames “juegos” a esas cosas.
—No, no. Lo sé, tío. Pero ya me entiendes —entonces cambió su tono frío y habitual a uno más excitado— ¿Sabes? Me encantaría jugar a la ouija, a ver si de verdad hay algo al otro lado.
Sergio, que estaba recostado en la cama sobre el codo, se incorporó de un bote y se quedó sentado sobre sus rodillas justo delante de Damián, clavando su opaca mirada en los ojos de su amigo.
−¿De verdad te molaría?
Damián le miró con cierto temor, pues nunca había visto brillar tanto los inexpresivos ojos del chico.
—Sí… Sabes que creo en esas cosas… pero nunca he podido probarlas, porque no tengo ouija.
—No hace falta una ouija para comprobarlas —le corrigió el muchacho−. Con lo que tienes en casa lo puedes hacer. En el día adecuado.
—¿Qué dices? —se interesó Damián, sorprendido.
—¡Damián, tío, pareces nuevo! —rió Sergio sin mala intención—. ¿Nunca has leído un libro sobre espiritismo? Yo sí, tío, y te juro que acojona.
—¿Tú…?
Sin dejarle hablar, Sergio explicó con cierto fervor entusiasta:
—No hablo de leyendas urbanas como las de Verónica o Candyman, ya que de eso hay cincuenta mil versiones y jamás se podría averiguar cuál es la verdadera, a menos que te tires cinco horas delante del espejo comprobando cada ritual. Pero hay uno que funciona de verdad. Y es para ver al Diablo.
—¿Al Diablo? —Damián no pudo evitar sobrecogerse ligeramente, al mismo tiempo que sentía una curiosidad insana y un deseo ardiente que le pellizcaba.
—Sí, tío. Lo que has de hacer es esperar a Nochevieja. Mira que no queda tanto, que estamos a día 20. Entonces antes de las campanadas te preparas delante del espejo con doce velas y cierras los ojos, esperando a la octava campanada. Y justo, justo en ese segundo abres los ojos, porque sólo entonces podrás verlo.
El fantasma de la incredulidad nubló la expresión de Damián.
—Sí, hombre.
—Te juro que sí.
Después de aquella noche, Damián esperaba como loco que llegara Nochevieja, algo insólito en él, ya que odiaba la Navidad y todo lo que ella conllevaba. Cualquier síntoma de consumismo, lo que él consideraba la enfermedad del planeta, le ponía enfermo. Pero ahora que sabía que además era la fecha ideal para una experiencia anhelada, deseaba como nunca la llegada de los villancicos, Papá Noel y los centros comerciales iluminados.
Aquel 31 de diciembre no tenía nada de espectacular. Damián se encontraba, como cada año (más por obligación que por tradición), en la misma mesa con la misma familia comiendo la misma comida y hablando de los mismos temas banales. Él se mostraba ausente en todo momento; sólo abría la boca para responder con monosílabos a las preguntas impertinentes de sus tíos y sus primos, y luego generaba en ellos la idea de ser un niño soso.
Cuando las agujas del reloj se acercaban a las doce menos diez, Damián se excusó alegando que no se encontraba bien (lo cual no era mentira del todo) y que, por lo tanto, se iba al baño. Sin que nadie lo viera, ya que todos estaban muy ocupados con las risas falsas y los interrogatorios a los jóvenes de la familia, el chico sacó de su caja de objetos varios una colección de doce velas y las dispuso poco a poco sobre el mármol del baño, delante del espejo, al cual dirigía de vez en cuando devotas miradas. Después de cerrar la puerta, apagar la luz y encender las velas con su inseparable mechero, Damián cerró los ojos, excitado por saber cómo era Lucifer, y esperó a las campanadas. Finalmente, el momento esperado llegó. El muchacho hizo caso omiso de la remota voz del famoso presentador que anunciaba las campanadas desde el salón. Sólo le interesaba oír el sonido sencillo y elegante que daría luz verde a su ritual. Y, finalmente, ensordeciendo los potentes latidos de su corazón:
¡Ding-ding-ding-ding-ding!
Silencio corto.
Ton…
Ton…
Ton…
Ton…
A la octava campanada, con el corazón desbocado, Damián abrió los ojos, encontrándose con la repentina decepción. Lo único que le devolvió el espejo era su lastimosa y siniestra imagen. Nada más. Esperó un poco, pensando que tal vez tardaría un poco en aparecer. Pero nada. Desilusionado como pocas veces en su vida, Damián encendió la luz, apagó las velas y lo recogió todo. Se quedó en su habitación, con la caja de objetos varios sobre su regazo y mirando al vacío con cierto rencor dirigido a Sergio. “Me ha mentido”, se dijo. “No hay ningún demonio. O si lo hay, no sabe ni cómo invocarlo”.
Después de despedirse de su familia con desgana evidente, se volvió a meter en su cuarto. No le apetecía para nada salir, ya que esa noche salía todo el mundo y lo único con que se encontraría sería con las masas poseídas por el alcohol, las drogas y la convención de que una Nochevieja sin salir no es una despedida del año en condiciones. Pensó en ir a ver a Sergio, como todas las noches, pero tampoco le apetecía, porque se vería obligado a contarle lo decepcionado que estaba con sus conocimientos sobre el inframundo y el Más Allá y sobre cómo contactar con ambos. Además, detestaba la sola idea de atravesar multitudes de androides ebrios de champán, coches desgastando el cláxon e hipócritas gritando “Feliz Año Nuevo”. Así que se puso el pijama y se fumó el último cigarrillo del día tumbado en la cama, aquel placer nocivo que tanto le agradaba. Poco a poco, mientras ordenaba sus pensamientos, una sonrisa de satisfacción, alegría e ironía cruzó el pálido rostro de Damián. Sí que había visto al Diablo en el espejo. A su Diablo. Y era desgarbado como un garabato, siempre vestido de negro, media melena no bien cuidada, con grandes ojos marrones, hundidos y tristones.
Mun, the Devilish Doll
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
23 de noviembre de 2924
Hace 5 horas
4 recogieron sus pétalos:
Hola, rosa!
Me alegro que te unas a esta familia de blogeros, y un guiño especial para este relato tuyo, con foto de silent hill incluída, friki-escritora :P
Besicus!!!
Bueno, estabn excluidos de la sociedad...pero se tenían el uno al otro.
Me gustó el relato, mucho. Es oscuro pero hermoso...
Besos de nuevo ^-^!
Ailën
Mooola. Últimamente parece que todo el mundo tuviera pesadillas consigo mismo, ¡habrá que potenciar la Campaña! XD
Qué bueno lo de las leyendas de baños, sólo se te olvidó decir que si te metes un cepillo de dientes por el culo viene Tuomas ;-)
Muaks!
muy tétrico y bien plasmado, me gustan las conversaciones entre ellos, y la forma en la que conduces al lector a introducirse.
Muy bueno, y el final redondo.
Publicar un comentario