La belleza era su mayor bendición, pero también su maldición. Su condena consistía en oír a cada momento lo hermosa que era. En su casa, en el metro, en clase, en el trabajo, por la calle o incluso en las tiendas cuando iba a comprar algo.
"¡Qué guapa eres!".
Ése era el mantra al que sus oídos estaban ligados, acompañado de miles de matices, que iban desde los ojos más maravillados hasta la sonrisa más lasciva, pasando por manos rebosando billetes.
Le era imposible hacer amistades; las mujeres la envidiaban demasiado y los hombres no tenían más intención que la de acostarse con ella. Por esto último, le era imposible también tener pareja.
Por su don, era famosa en toda la región. Sin embargo, nadie conocía su nombre ni su edad. Ni sus gustos ni aficiones. Ni sus ideas y opiniones. Ni sus deseos ni ambiciones personales. Sólo conocían su piel inmaculada, sus cabellos de sirena, sus ojos dulces y profundos, sus labios de cereza, su figura curvilínea y su perfecto rostro, que parecía esculpido a martillo y cincel.
Si hubieran podido, la hubieran expuesto en un museo.
Ella no era una mujer. Ni siquiera una persona. Sólo era una obra de arte a admirar.
Y un día, decidió acabar con ello.
-Quiero operarme -el tono gélido de su voz no casaba con la dulzura de su timbre.
El cirujano consideró aquel deseo incomprensible.
-¿Aumento de pecho?
-No. Quiero que me lo extirpe.
-¡Pero eso es una salvajada!
-Lo sé. Quiero una intervención quirúrgica completa.
-P-pero...
-Me da igual lo que me diga. Quiero que me extirpe los pechos, que me inyecte grasa en las caderas y en la cintura, que me baje los pómulos, me ensanche la nariz, me afine los labios y me inserte grasa también en los párpados inferiores.
-¡Pero eso es una aberración!
-Usted mismo. Si no me opera, me buscaré a otro o me lo haré yo misma.
Al cabo de un mes fue la intervención. Ella asistió con el cabello quemado, sin cejas y con las pestañas recortadas. El cirujano, tragando saliva, le preguntó si estaba segura de lo que iba a hacer. Ella, firme, respondió que sí.
Durante el transcurso de la operación el cirujano se sintió como si estuviera apuñalando un cuadro de Velázquez.
Al terminar, se sintió como un vándalo o un asesino a sueldo.
Al recuperarse de la anestesia, ella se sintió feliz. Por fin la gente vería en ella una persona y no una diosa. Salió a la calle, ilusionada con su nueva vida. Su rostro desfigurado resplandecía más que cuando era perfecto.
Pero nadie lo apreció.
Los "qué guapa eres" se convertían en gritos de horror cuando ella aparecía en el campo visual de los que fueron sus admiradores. Y cada grito apuñalaba su ilusión de ser una persona en lugar de un objeto de admiración. Se condenó a oír a cada momento lo fea que era. En su casa, en el metro, en clase, en el trabajo, por la calle o incluso en las tiendas cuando iba a comprar algo.
"¡Largo de aquí, monstruo!"
Ése era el mantra al que sus oídos estaban ligados, acompañado de miles de matices, que iban desde los ojos horrorizados hasta la risa más burlona, pasando por manos rebosando piedras.
Finalmente, decidió hacerles caso. Y huyó. Corría y corría durante días y noches interminables, buscando un lugar donde sólo oyera el silencio. No había tregua para descansar ni comer ni dormir. Sólo corría. Su cuerpo maltrecho se deshacía en sudor, hasta que no quedó nada de ella.
Sólo una mariposa ocupaba su lugar.
Mun, la Duendecilla
CuentacuentosFotografía:
You are beautiful, de Trustxxme