lunes, octubre 15, 2007

La Bella Durmiente (IV)


















A la mañana siguiente, Felipe tuvo que aceptar las normas. Una vez más. Las aprendió poco antes de cumplir los seis años, cuando su padre, entre lágrimas, le dijo que mamá “se había ido”. Un eufemismo que se derrumbó como una pared de cartón cuando pronto descubrió que la vida no es eterna.

Hacía un par de años, tuvo que aceptarlas de nuevo, cuando su abuelo cedió ante el dictado del tiempo. Y lo mismo había sucedido la noche anterior con su abuela. Para la salud, ochenta y siete años son demasiados.

Sin embargo, para Felipe, eran muy pocos. Su abuela había sido como una madre para él, ya que ella se había dedicado a criarlo desde niño cuando su padre no estaba en casa (y esto sucedía la mayor parte del tiempo). Ahora que ella se había ido, se sentía como un náufrago a la deriva.

Fue un funeral íntimo y sencillo. El cura, Felipe, su padre y las tías que sólo aparecen en Navidad, bodas y ocasiones como aquélla. Durante toda la ceremonia, el muchacho deseó con fervor que el estado de su abuela fuera sólo un coma o interrogante, más que un punto y final. Pero la muerte nunca concede prórrogas.

Tras el entierro, vino el ritual de pésames, despedidas e inciertas promesas de invitaciones a comer. Y después, cada uno regresaba a su vida cotidiana hasta la siguiente ceremonia familiar.

De camino a casa, el padre de Felipe le repitió un discurso similar al de otras tantas veces:
–Felipe, sabes que no hay cosa que me guste más que pasar unos días contigo, pero no puedo. Mi avión sale dentro de dos horas, así que nada más dejarte en casa me tendré que ir corriendo. Sabes que tengo que trabajar para que puedas comer y la pega es ésa, que en mi trabajo siempre tengo que estar para arriba y para abajo. Me encantaría que vinieras, pero no puedo. Pero te prometo que este verano vendré y estaré todo el tiempo que quieras contigo y te llevaré a muchos sitios, ¿vale? Va, no estés así, hombre. Sé cómo te sientes; yo también quería mucho a la abuela, y ella te ha criado desde pequeño, pero ya tienes dieciocho años, ¿no? Eres ya un hombre. Y un hombre como tú sabe cuidarse, ¿verdad? Felipe, mírame… ¿verdad que vas a saber cuidarte? Ése es mi chico. Cómo te quiero.

En casa, Felipe notaba constantemente un hueco muy grande que tenía la forma de su abuela. En más de una ocasión, le parecía oír su tierna voz apergaminada, o entrever su delgada silueta en cualquier rincón de la casa. Y a menudo, en su cerebro se repetía la última imagen que tenía de ella: postrada en un ataúd de pino, acolchada entre decenas de orquídeas, con ese vestido verde que tanto la favorecía y con sus dulces ojos y su cariñosa sonrisa cerrados para siempre. Cuando esto sucedía, el muchacho estallaba en lágrimas y sentía sobre los hombros el fantasma de la soledad. Y al evocar la extraña paz que transmitía su abuela en su sueño eterno, recordó a la única persona que podía hacerle compañía. Y ella no la iba a dejar morir.

Cada tarde, al salir de clase, Felipe volvía al hospital. Aurora permanecía en su letargo indefinido, sin mostrar señales de evolución. El chico se sentaba a su lado y la contemplaba entre suspiros. Se dejaba inundar por su paz, bebía con los ojos la luz que desprendía y seguía intrigado con su mirada. En silencio, fantaseaba con las conversaciones que pudieran tener cuando ella despertara, así como con sus citas.

Y en algunas ocasiones, decidía mostrar su adoración de forma material. Cada tres días le traía una rosa, la flor que consideraba más acorde con su belleza y su aroma, y la depositaba entre sus dedos. Y los momentos de tener contacto con su piel habrían sido más mágicos de no ser por la mirada vigilante del enfermero, con el que coincidía en no pocas ocasiones. El mismo enfermero que le echó bruscamente de la habitación la última tarde de su abuela. Él y Felipe nunca cruzaron palabras a pesar de pasar horas en la misma habitación. El chico nunca se atrevía a hablarle, pues se sentía cohibido con aquella mirada cargada de fuego y suspicacia.

No obstante, cuando estaba a solas con Aurora, confiando en que ésta le oyera a pesar de su estado, le hablaba. Se había presentado, le había hablado de su familia, en especial de su abuela y del cariño que ésta le había cogido. Le había hablado de la música que le gustaba, le relataba las películas y libros que más le habían impactado y de lo mucho que le gustaría compartirlos con ella. Le contó sus proyectos de futuro: entrar en la carrera de Derecho e ir a cursar un año en Inglaterra. Y nunca se cansaba de confesarle las ganas que tenía de conocerla y de llevarla a conocer muchos lugares.

Y una noche, mientras le cambiaba la rosa, se quedó largo rato con las manos de la chica entre las suyas. Pudo sentir, a través de su suave tacto, cómo fluía el calor de su interior hacia él. Era una sensación que le colmaba el corazón y le iluminaba cada rincón de su ser. Entonces contempló de nuevo su plácido rostro, prestando atención a aquella boca entreabierta que exhalaba paz. Y tal vez fueron imaginaciones suyas, pero le pareció que aquella noche había una fuerza hipnótica que clamaba a sus labios.

Felipe se preguntó si podía romper el hechizo de su princesa como en los cuentos de hadas.

Continuará...


Mun, the Sleeping Doll

Fotografía: Sleeping Beauty in the Wood, de Desiderata848

7 recogieron sus pétalos:

Mundo dijo...
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Pedro dijo...

Estupendo una vez más ¿Estas escribiendo un libro? Lo digo por la forma en que concluyes cada parte y el estilo (impecable) con que te centras en cada escena. Hoy a tocado muerte, funeral y solesdad, pero siempre regresas a la bella durmiente.

Estoy deseando ver un beso en la siguiente entrega.

Un abrazo,

Pedro.

Klover dijo...

¡Hola Mun!

Veo que no has tardado (¡bien!) en poner la continuación :), así me gusta.

La calidad del relato sigue intacto y ya sabes que me encanta leerte. Aunque sigo mosca por la superficialidad del chico, pero es normal, supongo...en realidad vivimos en el mundo de la apariencia...y el chico es todavía un crío.

Estaré atenta a la...¿quinta parte?

¡Ay! ¡Qué envidia me das! ¡Tan fructífera! Yo hace siglos que no escribo (el último relato -Aroma- en realidad es de hace tres años...) y a este paso se me va a olvidar como se hacía...^^

¡Un abrazo!

Anónimo dijo...

... oooooooh, me mataste a la abuela, y mira que yo tengo debilidad por las abuelas...

Bueno, venga, ahora a por el resto. Ah, antes que se me olvide: menudo tiburón el padre, no...?

Saludos!

TORO SALVAJE dijo...

Quéeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!!!!!!

Hacer un parón aquí es lo más criminal que he visto en el mundo blog.

Ésta la vas a pagar caraaaaaa.

Que maldad por Dios.

Me gustó, eso sí.

Besos.

tormenta dijo...

pobre abuela... la echaré de menos.. coincido con todos en que esta parte conserva la calidad narrativa, y a pesar de que es una especie de intermedio entre la muerte y el ansiado beso, la historia no pierde el interes.
lejos del beso que espero impaciente, me pregunto que harás con el enfermero... es un personaje que me encanta, por el contraste.
un beso cosa guapa, hasta el próximo capítulo.

Anónimo dijo...

Me está gustando mucho. El único comentario que puedo hacerte es que, a pesar de que no conozco con precisión la historia original, creo que el funeral de la abuela y el contexto lacrimógeno desvían bastante de la trama inicial. Por lo demás me parece perfecto :)

Me encanta el personaje del padre y me recuerda a uno de algún libro de relatos cortos ;) El mundo siempre es más complicado de lo que parece.

Un besazo, preciosa!