miércoles, octubre 25, 2006

Jornada



Una de las normas establecidas más criminales para ella era tener que estar en cualquier lugar antes de las once de la mañana. Y su forma de rebelión era tener que apagar el despertador con un golpe y pedirle a su conciencia cinco minutos más. Pero su Pepito Grillo se quejaba y la impulsaba a levantarse con grandes esfuerzos de la cama, abrir la ventana y meterse en la ducha. Aquel era el mejor momento de la mañana, cuando aquellas múltiples y cálidas agujas, junto a un aromático jabón, la desnudaban del sudor y le devolvían la lucidez. Después de regalarse unas enérgicas caricias con la toalla, se vestía con la ropa que escogía la noche anterior sin muchos rompecabezas: lo más cómodo para pasar toda la jornada en aquel odioso edificio rosa.

Otro momento delicioso de la mañana era el desayuno (especialmente por el abundante cacao en polvo que se permitía en la leche), al cual le encantaría dedicar unos minutos más sino fuera porque los relojes la amenazaban con devorarla. Y era después de besar a su adormecida madre y colgarse el pesado zurrón a la espalda, cuando empezaba su aburrida jornada.

En el tranvía y en el metro, se dedicaba a estudiar a todas las sardinas que se abarrotaban junto a ella en aquellas latas de transporte. Sus ojos y sus oídos siempre habían sido muy curiosos, así que no dejaba de asomarse de reojo a los libros de aquellos que se sentaban a su lado, intentando descifrar de cuál se trataba. A veces, incluso, se inclinaba un poco para leer la tapa. Otras veces se reía para sus adentros de las conversaciones banales, o cuando éstas eran profundas (rara vez ocurría eso) dedicaba sus pensamientos a la reflexión.

Odiaba ese trayecto que cada vez se le antojaba como un insulso dejà vu. Pero se escapaba en un mundo paralelo hecho de nubes de miel, pianos sonrientes y estrellas de azúcar de plata. En aquel mundo, ella se dedicaba a lo que siempre había soñado: a la literatura creativa. No quería saber nada de traducciones obligadas, de decir en una lengua lo que los demás decían en otra, bajo el yugo de un estilo ajeno. Para ella, eso tan sólo se trataba de un método de subsistencia, aunque deseaba que dicho método de subsistencia fueran sus propios lienzos de letras negras. No obstante, aquel mundo gris recubierto de escarcha en el que se desarrollaba la película de su vida no dejaba espacio para el país que ella veía con los ojos cerrados. Sin embargo, aquello no le impedía que soñara con él, al menos por una media hora, hasta que el metro la dejara en su parada.

Y allí era cuando apresuraba el paso hacia la universidad. Era una paradoja, porque las prisas no tenían que ver, para nada, con algún anhelo especial de gozar una jornada que se le presentaba como una película que había visto tantas veces que había perdido el sentido en cada escena. Una jornada que, normalmente, empezaba con el amable y automatizado saludo de un compañero:

—Hola, Laura, ¿qué tal?

Mun, the Doll in this tale

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PD: Es curioso que eche esta jornada de menos...

6 recogieron sus pétalos:

Tempus fugit dijo...

- Hola Laura. ¿Sabes? Hoy he soñado con estrellas de azúcar de plata en tus ojos... ¿nos saltamos la clase?


besos

Anónimo dijo...

Yo no recluía esa sensación al metro, la dejaba saltar las 24 horas del día...

Anónimo dijo...

al metro xD

Anónimo dijo...

Hola!!!
Te he dejado un regalito en mi espacio...
Besillos! m¡(muakimuakimuaki)

tormenta dijo...

llegamos a sentir nostalgia de todo... precioso leer y releer.
besos preciosa:)

Tristana's leg dijo...

Ese odioso edificio rosa, al que todavía acudimos más automatizados a cada instante. Y, sin embargo, con un recodo íntimo intocable. Nuestra selva negra.